Los abogados solemos ser “institucionalistas” frente al poder de los jueces. Es decir, solemos posicionarnos a su favor cuando alertamos riesgos a su poder y posición. La educación jurídica del país, en gran medida, fortalece e incentiva este discurso ya que está acompañada de una retórica que sacraliza el papel del juez y de las decisiones como un antídoto ante los constates cantos de sirena que agitan las democracias. No es casual que las presiones públicas en contra de jueces y cortes se entiendan, a los ojos de nuestro gremio, como una poderosa amenaza que afecta el valor más preciado y prevalente de nuestra institucionalidad: La autonomía judicial.
Por supuesto, los jueces han sido vitales en nuestra historia. Han modulado el poder y les han dado forma y materia a nuestros derechos. Sin embargo, su importancia no implica que debamos sustraerlos de las presiones públicas a la están sometidos como participes del gobierno. Los jueces no gobiernan como lo hacen los presidentes o los ministros, pero si participan del gobierno en la medida que toman decisiones con hondos efectos sociales y políticos. No solo decisiones electorales, como elegir el Fiscal General de la Nación, sino también decisiones sobre cómo entender nuestra Constitución y los valores que la caracterizan -que son, tal vez, los actos más importantes en la vida común–. Por eso, con mucha razón, decía Eugenio Zaffaroni que las sentencias son “actos de gobierno judicial”.
El institucionalismo de nuestro gremio ha sido muy eficaz en promover la idea de que los jueces deben actuar en un vacío, casi solemne, de espaldas a la sociedad y en la soledad de los pasillos de la justicia. En ese vacío se deben producir las decisiones, porque es ahí donde se encuentra la autonomía y la neutralidad. La sociedad, en consecuencia, les debe ese espacio; se lo debe al derecho. Esta es una visión elitista y restringida que posiciona al juez por fuera y por arriba de la sociedad.
Sin embargo, hay otras formas de pensar la labor judicial que son menos “elitistas” y mucho más democráticas en donde el derecho este al servicio de la sociedad. La clave de esta visión es pensar que el juez no puede actuar a espaldas de lo que sucede en el mundo, sino que debe ser un participe y, en muchos casos, un gran incentivador y protector de las conversaciones políticas y sociales. Esta posición, como es natural, exige que los jueces sean sensibles a las movilizaciones sociales y que adopten una posición más abierta y menos restrictiva con demandas de la ciudadanía. Es invertir el axioma; antes que la sociedad le deba al derecho, que el derecho le pague las deudas a la sociedad.
El “sitio”, -como lo titularon varios medios de comunicación– que lamentablemente experimentó la Corte Suprema de Justicia la semana pasada, que mantuvo confinados a los magistrados durante horas, ha alentado al gremio jurídico a afilar líneas en favor de la autonomía y supuesta neutralidad de los jueces. La agresión que sufrieron los magistrados y magistradas, condenable y innecesaria, es la fractura en la posibilidad de razonar colectivamente y distorsiona las principales demandas de quienes rodearon a la Corte. Sin embargo, no impide que le sigamos pidiendo al derecho que pague sus deudas y nos de su mejor versión.
Que le pidamos a los jueces que el ritmo de la justicia tenga en cuenta las necesidades sociales; que se cumplan los plazos y que la justicia no se dilate innecesaria, ni interminablemente; que el ejercicio de la autonomía judicial sea responsable y no una martillo para aplastar cualquier cuestionamiento a su labor; y, principalmente, que los jueces no caigan en la trampa de calificar a la ciudadanía y a su reclamos como una fuente de inseguridad ante su posición y poder sino, más bien, en su razón de ser. Tal vez así, con un derecho y unos jueces abiertos a discusiones ciudadanas, la justicia y el derecho, como actos de gobierno, se conviertan en un patrimonio social y no en el dominio de unos cuantos.