La historia de Colombia se ha escrito, como es frecuente en otras naciones, con la visión de los vencedores y de quienes se han beneficiado del orden que salió desde la propia fundación de la república.
En el siglo XX varias escuelas se impusieron, desde aquella de Arrubla y Henao que educó a muchos de nuestros abuelos y bisabuelos, hasta otras visiones que buscaron la construcción de una historia en la que no sólo se aprendían los nombres de nuestros héroes y acontecimientos emblemáticos, sino también los procesos sociales, económicos y políticos que subyacen en ella.
También hubo lugar para otros protagonistas y para representar las clases sociales que en ella participaron, pero siempre se vio a una élite de los llamados criollos como aquella en la que se depositó la mayor carga y responsabilidad en los desenlaces finales que dieron lugar a la nación colombiana.
Pero la verdad es que todavía esa historia no deja de rendirle demasiados honores a una visión que, desde siempre, ha subvalorado o puesto fuera de escena a otras visiones democráticas y avanzadas sobre la construcción de lo que hoy es Colombia.
En ese propósito es saludable registrar una nueva visión que, bajo la sombra de aquella llamada escuela de la Nueva Historia de Colombia, se puede pensar que su visión calza allí, pero los años y algunos textos, bien pueden testimoniar que se trata en verdad de una nueva escuela que, aunque en la senda de aquella, la rebasa y pone viejos temas y protagonistas de nuestra historia en el debate nacional sobre lo que en verdad podría decirse que es la historia completa de Colombia.
Alfonso Múnera puede señalarse que es el exponente más destacado de esta nueva visión. Hace unas semanas nos regaló otro bello libro, La independencia de Colombia.
Olvidos y ficciones, que enriquece y sintetiza, de alguna manera, lo que iniciara con los libros El Fracaso de la Nación y Las fronteras imaginadas. En el libro recobra algunas apreciaciones que sostuviera años anteriores respecto al papel de negros y mulatos, y no sólo de los llamados criollos, en la llamada independencia de Colombia.
Y, para ello, nos invita a recuperar del pasado algunos episodios que tuvieron lugar en Cartagena de Indias, donde sectores distintos a los que tradicionalmente hemos ensalzados en los sucesos de la independencia, jugaron un papel destacado.
En seis capítulos, un epílogo y una introducción que es diciente de sus deudas historiográficas, Múnera teje un relato convincente y documentado que registra cómo Cartagena se ganó una reputación (hoy apenas lánguida por el turismo), que hunde sus raíces en su importancia durante el comercio colonial, no ya por su conocida condición de puerto esclavista, sino también por las ingentes riquezas de metales preciosos que por allí se negociaban y se ponían rumbo a sostener el poderío de la Corona española en Europa.
Por eso, dice Múnera, hay “un aspecto sobre el que nunca deberíamos dejar de insistir: la nutrida presencia de extranjeros en la ciudad, su aire cosmopolita y la fluidez de sus comunicaciones con el mundo a través del Caribe, incluso en los difíciles días de la ruptura total con el imperio español”.
Por otra parte, la ciudad devino, pese a su decaimiento durante el la segunda mitad del siglo XVII, en un lugar geoestratégico de indudable importancia para el comercio mundial, en tanto sus comunicaciones con otras islas del Caribe y la peregrinación de corsarios y piratas de otras naciones que merodeaban por las aguas del mar de los caribes, la hicieron referencia obligada pues estaba expuesta a innumerables asaltos de estos.
La ciudad, como consecuencia, debió asumir la construcción de sus hoy conocidas fortalezas para convertirse en un bastión militar desde donde fue posible que se asentaran los gobernantes del imperio español en lo que hoy es Colombia y desde donde fue posible conservar las muchas riquezas que se depositaban ella, que luego salían desde su puerto con destino a otras posesiones españolas o directamente a la península ibérica.
Esa misma condición, al decir de Múnera, la convirtió en una ciudad cosmopolita en su tiempo, en la que se reunían comerciantes portugueses, españoles, holandeses y de otras naciones, lo cual la convirtió en lugar de tránsito o destino de una vasta flota de barcos durante los siglos XVI, XVII y XVIII.
De la Cartagena que fue pieza clave en el desarrollo del capitalismo mundial, dadas las riquezas enormes que fluían desde ella hacía Europa, queda la historia condenable del comercio de esclavos que ya registra numerosos estudios, pero también otro suceso no menos importante: la compara y obtención de la libertad de números negros que se movían por su territorio y la fuerza de ellos cuando se sumaron a los movimientos de independencia que en su momento se empezaron a gestar desde las postrimería del siglo XVIII y se cristalizaron al comienzo del siglo XIX.
En un primer momento, protagonizando la gesta de la revolución negra de Haití en 1804, la primera de América. Y luego, los posteriores desarrollos que la población negra lideró desde noviembre de 1811 con la declaratoria de independencia de Cartagena de la Corona española, en un tiempo en que los territorios de Santa Fe de Bogotá y Popayán seguían los dictados de los gobernantes españoles en lo que fuera la Nueva Granada.
De esta manera, Cartagena no sólo fue asiento de una aristocracia que se confabulaba con las autoridades de ultramar, sino que en su seno forjó el movimiento de independencia más importante en su momento de lo que es hoy Colombia, vale decir, los sucesos de Cartagena que dieron lugar a declarar su territorio como un Estado soberano de 1811 a 1815, no solo constituyen la proeza de unos sectores mayoritarios que en la ciudad defendieron su independencia, sino que es en realidad el suceso real de inicio de la llamada independencia de Colombia.
Múnera, con el tacto y la formación que le da su condición de historiador documentado no lo dice así tal cual, pero es lo que en verdad ha venido sosteniendo desde hace años cuando cuestiono la invisibilidad y el desconocimiento que en la historia de Colombia se le ha dado a las gentes distintas de los patriotas de siempre y, por el contrario, esto ha servido para reforzar cierta historia que solo reivindica los aportes que se hicieron desde las tierras de los Andes durante el proceso de independencia del país.
Desde este punto de vista, siguiendo a Múnera, dos episodios que en la historia de Colombia simbolizan la gesta emancipatoria de Colombia, el llamado grito de independencia y la batalla de Boyacá, no son más que hechos pálidos frente a lo que significó la defensa de la independencia de Cartagena y su conservación, en especial durante el llamado sitio de 1815 que le infligiera el conocido conquistador Pablo Morillo, sin que de Bogotá o Popayán se le diera mayores auxilios.
Y lo mismo cabría decir de los episodios que dieron lugar a su independencia definitiva en octubre 10 de 1821, bajo el mando de José Prudencio Padilla y Mariano Montilla y el liderazgo de Bolívar.
Visión y valoración controversial, por supuesto, pero que del libro de Múnera cabe resaltar porque renueva la vieja reclamación de una región que se sabe distinta y diferente a las que llevan el sello andino de Colombia, pero que por ser minoritaria dentro del contexto del territorio, se suele estigmatizar y nombrar con epítetos que pretenden ser risibles por lo pintoresco, pero que para un observador avisado no pasa der una muestra más de los desencuentros e injusticias con los que se creó Colombia, desde los inicios de la república.
Mención aparte merece el alegato que el historiador cartagenero hace de la figura de José Prudencia Padilla, en tanto en él se encarna un viejo problema de nuestra nacionalidad: la permanencia de una visión racista en la manera de concebir la construcción de la sociedad y la democracia.
En este sentido le cabe el mérito a Múnera de cuestionar algo que se sabía en voz baja en muchos de los relatos de nuestra historia, pero que se ha convertido en un tabú: que Bolívar, pese a sus innegables dotes y desvelos por la construcción de una patria grande, no pudo nunca superar los prejuicios racistas de la clase y aristocracia de la que provenía, hecho que se revela en su decisión de respaldar que se fusilara a Padilla por supuesta conspiración y peligro para la independencia de Colombia, cuando lo que se escondía era el temor que representaban los negros y mulatos de Cartagena para llevar a cabo la independencia real, pues Bogotá estaba liberada en agosto de 1819, pero Cartagena y Popayán seguían aún bajo los dictados de la Corona española.
El libro La independencia de Colombia. Olvidos y ficciones está llamado a consolidar una nueva visión de la historia de Colombia. De momento, es seguro que cualquier mente sensible e ilustrada del país, tiene que ver removida su conciencia ante tanta crueldad y olvido por buena parte de quienes protagonizaron la construcción de república liberada, pero ayer como hoy son reticentes a la construcción de una democracia que merezca ese nombre, ofreciéndole el lugar que merece su población de negros, mulatos, indígenas, mestizos y otros sectores de la sociedad distintos a su élite aristocrática. Sin el reconocimiento de esa deuda, Colombia no puede predicar que es una democracia.