Arauca sufre por estos días otra horrorosa avalancha de violencia. Por lo que se entiende de las informaciones que llegan, se trata de un enfrentamiento a muerte entre dos grupos armados, el frente del ELN que opera desde hace décadas en esa región del país y una de las tenebrosas disidencias que se hacen llamar Farc. Al parecer la guerra se inició tras el asesinato de uno de los comandantes del primero de los grupos a manos de miembros del otro.
Lo que afirman distintas autoridades y los medios de comunicación, es que se trata de una disputa por las rentas ilegales que se producen en la frontera con Venezuela. Vaya uno a saber si es cierto. Pero una cosa sí es clara, el terror que se vive actualmente en los municipios de Saravena, Tame, Fortul, Arauca y Arauquita por cuenta de esos crímenes y los secuestros de personas a manos de uno y otro de los bandos, nada tiene que ver con ideas de revolución y justiciao
En cambio pone de presente el grado de descomposición y deshumanización que exhiben sus autores. En sus comunicados los dos grupos se acusen mutuamente de colaboración con el Ejército y la ultraderecha que gobierna el país. Dicho argumento, sacado de la más oscura etapa de la guerra fría, basta para entender el grado del delirio que anima las actuaciones de quienes, sin ningún resquemor, se autoproclaman voceros armados del pueblo colombiano.
El cual, según su retorcido entendimiento, los legitima para ir asesinando compatriotas a diestra y siniestra, como viene sucediendo no solo en Arauca, sino en buena parte del territorio que dejaron las originales FARC tras su dejación de armas. Tal vez los dos grupos que se acusan mutuamente de instrumentos de la inteligencia militar tengan razón. El miedo y la inseguridad reinante en esas regiones es el mejor argumento para los enemigos de la paz y la reconciliación nacional.
Los detractores del Acuerdo de Paz, ubicados en lo fundamental en el partido Centro Democrático, el actual gobierno y algunos sectores de las Fuerzas Armadas, como quedó en evidencia con la arremetida reciente del general Mora a lo acordado en La Habana, no podían desear una situación mejor que la presente. Ella refuerza su discurso según el cual el Acuerdo Final de Paz fue una farsa. Y les permite desatar nuevamente la guerra de la que siempre se han lucrado.
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La actual situación refuerza para los detractores su discurso según el cual el Acuerdo Final de Paz fue una farsa. Y les permite desatar nuevamente la guerra de la que siempre se han lucrado
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El propósito de hacer trizas los Acuerdos de La Habana puede haberse trabajado mediante el incumplimiento abierto o disimulado de muchos de los compromisos del Estado, tal y como taimadamente lo procuró este gobierno. Pero también precipitando el incremento de la inseguridad en los campos, en la idea de desprestigiar el Acuerdo, como perversamente parece haber sido previsto y tolerado también por este gobierno.
Es que cabe preguntarse si realmente, con honestidad, cualquiera de esos grupos en armas considera que con su repugnante accionar tienen ganado, o van ganando o van a ganar la simpatía, para no hablar de la afinidad política de millones y millones de colombianos inconformes. Resulta obvio que no. La idea de la paz, pese a sus contradictores, ha calado con tal fuerza en la conciencia nacional, que los llamados a una insurrección violenta suenan disparatados a la gran mayoría.
Más de medio siglo de sangrientos sucesos sin que la soñada revolución se asome siquiera al horizonte refuerzan por completo esa convicción. Más cuando el desarrollo de los acontecimientos políticos va demostrando que la ruta de los cambios y las profundas transformaciones en nuestro país va por otra dirección, la acción política de la gente en las calles y las urnas. Lo que hay que detener es precisamente los crímenes del Estado contra la población.
El terrorista es el régimen político que soportamos, de ahí el repudio creciente hacia él. Por eso hay que cambiarlo. Y por lo mismo no puede accionarse de igual modo por parte de quienes aspiran a un país mejor. Cuando quien se proclama revolucionario baña de tal manera sus manos en sangre, apoyado además en ilusas razones para legitimarse, tiene que saber que su futuro político está arruinado. No se trata de cambiar a unos criminales por otros.
El imperialismo y las oligarquías, el saqueo, la violencia y el miedo, la pobreza, la miseria, la inequidad y la injusticia, así como la persecución contra el pueblo existen sin duda. Y causan enorme sufrimiento. Son demasiado brutales como para que quienes se creen sus salvadores se empeñen en acrecentarlas con sus salvajes embestidas. Ni el inconsciente ELN ni las siniestras disidencias tienen la menor posibilidad de que ese camino les reporte frutos distintos al odio.
Precisamente el sentimiento que tenemos que desterrar del espíritu nacional. Un nuevo país, mejor, sólo podrá construirse cuando imperen los sentimientos de solidaridad, fraternidad y perdón. No más muerte.