De las buenas y pocas noticias que de vez en cuando nos entrega el Congreso de la República está esta de la aprobación en primer debate del voto obligatorio. Desde luego, apoyado por un gobierno que no da puntada sin dedal. Necesita de la participación del grueso del censo electoral para que no se hunda el referendo que ratifique los acuerdos de La Habana. Aún así, es una noticia que estábamos esperando con ansiedad quienes deseamos un cambio urgente en las costumbres políticas en Colombia.
Como todo, en un país polarizado, el voto obligatorio tiene defensores y detractores. Los detractores alegan que el voto es un derecho y que no se debería obligar a la gente a ejercerlo. Los defensores creemos que también es un deber. Y no cualquier deber. El deber más importante de un ciudadano que vive y actúa dentro de una democracia: elegir a quienes regirán los destinos de las ciudades, los departamentos, el país mismo. Un deber que los perezosos o los indiferentes han delegado por décadas en unas minorías, en su mayor parte compradas con prebendas o engañadas con falsas promesas. De modo que esta falta de participación ha distorsionado siempre la voluntad popular.
Dicen los detractores del voto obligatorio, entre ellos la misma Registraduría, que es casi imposible hacer unas elecciones tan amplias en el mismo tiempo y con los mismos recursos. Argumento discutible por cuanto las mesas de votación siempre han estado en capacidad de albergar 300 o 400 votos cuando el promedio de votos hallados en cada urna, al final de cada jornada electoral es de 100 votos. Además, esto los obligaría a diversificar el menú de opciones para los votantes. Una de ellas el voto remoto. El voto desde el computador de la casa. Como el que depositaron el 23 % de los escoceses en el pasado referendo que definió su continuidad en el Reino Unido. Basta con que un elector inscriba su cédula grabando su huella para que luego desde su casa, usando el código de barras de su cédula y un lector de huellas deposite su voto, limpio y único.
También dicen los detractores que no encaja dentro de la filosofía liberal obligar la gente a votar. En parte tienen razón. Quienes amamos y defendemos las libertades nos oponemos a las imposiciones de este tipo. Pero ese discurso funciona en un país con cultura política. Aquí no. Aquí estamos en pañales y como a todo niño nos toca enseñarles ciertas prácticas democráticas. Por eso el proyecto contempla tres elecciones presidenciales. Tal vez no sean suficientes, pero algún gusto le encontraremos al voto en esos doce años como para pensar que lo seguiremos haciendo sin la obligatoriedad que hoy se discute.
En Chile acaban abolir el voto obligatorio y los resultados no son buenos. Cuando existía, los índices de concurrencia a las urnas rondaban el 90 %. En la última elección, en la que resultó ganadora Michel Bachelet, el abstencionismo volvió a crecer y se acercó al 60 %.
Los defensores del voto obligatorio creemos que esta es una valiosa herramienta de construcción democrática porque mina el poder de los corruptos compradores de votos en las regiones. Las cuentas son sencillas. Durante las últimas elecciones para Congreso, las últimas curules para el Senado se asignaron con cerca de 36.000 votos, sobre un abstencionismo de casi el 80 %. Con el voto obligatorio el cuociente electoral, que resulta de dividir los votos válidos por las curules a asignar, se acercaría a los 300.000 votos. Las últimas curules se asignarían con cerca de 150.000 votos por lo que a los caciques regionales les quedaría casi imposible comprar con tanta facilidad su credencial de senadores. Por su parte, los aspirantes a la cámara deberán calcular un mínimo de 80.000 votos para ganar una curul.
La fórmula es la siguiente:
El censo electoral proyectado a 2018 es de 34 millones de votantes. Menos 5 % de votos nulos que nos deja cada elección: 1.700.000. Menos un 5 % de abstencionistas o votos excusados: 1.700.000. Es decir que los votos válidos en 2018 podrían ser 30.600.000. Dividido por 100 curules, nos da como resultado un cuociente de 306.000 votos. Para las elecciones a Senado de este año los votos válidos fueron 11,7 millones.
Con el voto a 50.000 pesos, un corrupto puede comprar hoy una curul con 1.500 millones. Con el voto obligatorio en 2018, a 100.000 pesos como se cree llegará a costar en promedio, serían necesarios entre 10.000 y 30.000 millones de pesos. Es decir, los corruptos no podrían comprar semejante cantidad de votos y el voto de opinión terminaría ahogándolos. Obvio que no faltará el magnate de la corrupción que tenga para comprar esa gran cantidad de votos pero la logística que esto implica, lo evidente del delito, hará que cada día sean menos los congresistas, alcaldes o gobernadores elegidos con votos comprados.
El gran ganador podría ser el voto en blanco. Un ciudadano hastiado de la política, incrédulo como lo somos la mayoría, al ser obligado a votar, terminaría votando en blanco o anulando el tarjetón.
El punto álgido sería el umbral. El Congreso debe bajarlo del 3 % al 2 % o el voto obligatorio podría acabar con los partidos minoritarios. Se calcula que un partido político, bajo la regla del voto obligatorio, debería sacar casi un millón de votos para mantener su personería jurídica.
Faltan 7 debates. Ojalá no archiven esta revolucionaria iniciativa que pondría a temblar el poder de aquellos que a falta de ideas escogen el camino de la corrupción para hacerse elegir. Y si lo aprueban, que las sanciones para quienes no acudan a las urnas sean ejemplares.
Lo ideal es que una sociedad madura, golpeada por la violencia como la nuestra marchara voluntariamente a las urnas. Pero eso nunca va a suceder. La nuestra es una sociedad conformista, perezosa, indiferente, interesada, en sus mayorías. El voto obligatorio nos enseñará el poder tan inmenso que cada colombiano tiene en sus manos. Cuando lo descubramos, haremos los cambios que tanto anhelamos, pero por los que tan poquito luchamos.