Empiezo a sentir menos el impacto físico de cada pedaleada, sumergiéndome en las cotidianidades desapercibidas en anteriores pedaleadas. La reacción entre el tiempo y la distancia hasta el semáforo está calibrada con el fin de no parar y lograr pedalear sin tocar el pavimento con mis pies. Velocidad promedio de 20 kilómetros por hora, de acuerdo con la cantidad de cuadras recorridas sobre un tiempo establecido por mí con anterioridad, avanzando a paso firme entre los otros actores viales y otros obstáculos que se presentan en la vía, necesarios para que la jornada sea entretenida y no sea una monótona línea recta.
La lluvia empieza a arreciar con algún aviso anterior, pero ignorado por mí, creyendo en los cálculos errados que habían tenido episodio en mi cabeza cuando me encontraba pedaleando hace unas 20 cuadras. Sin embargo, la soledad que tiene lugar en la calle hace más atractiva la ruta para pedalear, en el sentido de tener toda la ruta para mí. Es como si en mi visión periférica se borrara todo escenario, incluso el agua que cae del cielo pasa a un segundo plano. Tengo tres opciones: 1) paro y espero hasta que escampe, 2) me pongo un impermeable (no se carga todas las veces por simple pereza y ustedes lo saben, así como el candado, o creo que lo que más se olvida cargar es el casco), 3) continuar con la lluvia. Para mí la opción más válida de todas es la 3, es perseverancia (aguanto cualquier imprevisto, ya que yo mismo tomé esta decisión), coraje (demuestro a mí mismo de que soy capaz y no hay límite mental que me lo imponga), fuerza, sentimiento, amor, sacrificio, felicidad y recompensa.
La necesidad de moverme de un punto a otro hace que la bicicleta se convierta en mi mejor compañera, medito en cada pedaleada y al bajarme de ella siento un enorme aprecio y agradecimiento por tener el privilegio de estar montando una bicicleta.