El mal suceso de la radicación del proyecto de reforma tributaria que realizó el gobierno de Duque ante el Congreso de la República ha logrado lo que para muchos era impensable, unir en la indignación a diversos sectores de la sociedad colombiana que han entendido, sin necesidad de ser tributaristas o avezados en las ciencias económicas, que la iniciativa del gobierno está orientada fundamentalmente a terminar de vaciarle los bolsillos a la clase baja y a la periclitante clase media.
Soy consciente de que para muchos la expresión clase luce anacrónica y de que para otros es causa de animadversión. Dirán que es un concepto desafortunado que no debe utilizarse —so pena de estigmatización—, aplicado a la Colombia de hoy que es un Estado que se autoproclama como un régimen democrático en el que somos ciudadanos y sujetos de derecho a lo sumo estratificados, pero nunca divididos en clases.
Aunque clase es una expresión polisémica y problemática, se puede afirmar en términos generales que es útil para explicar (sin agotar) los sistemas de diferenciación social en la perspectiva de quiénes y de qué manera participan en las formas sociales de producción. Para decirlo en términos sencillos: quiénes tienen la plata y son dueños de los medios de producción, y quiénes poseen solamente su fuerza de trabajo.
La pomposa reforma tributaria de Duque, presentada eufemísticamente como de "solidaridad sostenible" y como un buen remedio para optimizar la política fiscal y erradicar la pobreza, no es otra cosa que una estrategia para poner al Estado colombiano a tono con las exigencias que la OCDE y el FMI le vienen haciendo para profundizar el modelo neoliberal que nos tiene en la cola del subdesarrollo con cifras de desigualdad en la distribución del ingreso y de la riqueza simplemente escandalosas.
Gravar con más IVA a muchos artículos de primera necesidad entre ellos alimentos como el queso, los huevos, la carne y la leche. Realizar modificaciones al impuesto sobre la renta y complementarios de personas naturales gravando a los que ganen más de 2.4 millones de pesos al mes, y otras perlitas en las que abunda la ya famosa reforma tributaria de Duque y del ministro que valoró la docena de huevos en $1800 (mostrando con ello una desconexión vergonzosa con la realidad), es la fuente del descontento de millones de personas que cuentan en muchos casos, solamente con el ingreso que se pueden procurar en con su trabajo en un país en el que se manifiesta la precarización laboral, el desempleo y el subempleo en cifras alarmantes.
Ante la situación actual, y en ejercicio de los derechos fundamentales de libertad de expresión, de reunión y manifestación pública consagrados en la Constitución Política, muchas personas saldrán a marchar pacíficamente para exigir del gobierno nacional que retire la reforma tributaria —que de aprobarse—, profundizaría la pobreza y la crisis social que está viviendo Colombia. Será un momento para entender que la calle no es solamente un espacio para el transporte que funciona con el objetivo de favorecer las dinámicas de fabricación, comercialización y consumo.
La calle es por definición un espacio político para el ejercicio público, racional y razonable de la palabra y del disenso, que incluso en tiempos excepcionales como los que estamos viviendo no se puede cerra como espacio para manifestar el descontento ante una administración indolente, ni mucho menos ser el escenario en el que se prohíba y reprima por decreto. Este paro nacional será la oportunidad para marchar pacíficamente, con responsabilidad, distanciamiento físico y acatando las medidas de bioseguridad. Será un capítulo que escribirán los pobres de este país, los que tienen como único patrimonio su fuerza de trabajo; porque los otros, los dueños de la plata, los superricos, no se sienten aludidos por la reforma tributaria porque prácticamente ni los toca.