En tiempos recientes, la migración del campo a las ciudades ha sido constante. El bombeo hace que de la vida de pueblo y de campo se pase a la miseria urbana. La población migrante queda confinada en la periferia, en barrios marginales y miserables que constituyen un mundo aparte del centro de la ciudad.
Las causas de ese fenómeno pueden ser la ilusión de una vida mejor o los desalojos por cuestiones de minería, construcción de represas, lucha armada, narcotráfico y violencia.
Así, alrededor del casco tradicional de las ciudades o de aquello que se denomina el sector histórico ha crecido el número de “advenedizos” que se arraciman en los barrios pobres o zonas marginales, en invasiones, acaso agrupadas por afinidades de origen.
Dicha inmigración no se puede considerar como progreso. La sociedad normalizada no ve a los recién llegados como advenedizos, sino como enemigos. Esto cierra no solo los caminos de acercamiento e integración de los grupos inmigrantes, sino también su capacidad para entender el insólito fenómeno social que tienen ante sus ojos. Hay recelo, temor a la competencia y, sobre todo, ese sentimiento de superioridad con el cual se mira a los otros como “igualados”.
En las ciudades donde crece la inmigración, las clases acomodadas y medias se sienten cuestionadas, y sus privilegios, amenazados. Y a los otros les duele no tener ni un grifo de agua… porque no hay alcantarilla, porque no hay transporte, por la cama en el hospital, porque ellos también tienen derecho.
A partir de los años setenta, ante la realidad de que no se forja la modernización de la sociedad, se comienza a plantear y a elevar por los aires a la pequeña y mediana empresa. Supuestamente, ese paso constituye un avance. Así, se da el nombre de ilegalidad al trabajo que no está dentro de esa categoría, lo que en tiempos neoliberales se llama “informalidad”.
Y en sectores centrales de las ciudades se levantan parasoles de negocios callejeros. De esa manera, crecen en la urbe actividades como la reparación de vehículos, hospedaje, comida, autoconstrucción, tiendas, “negocitos”, misceláneas, que a la larga no se pueden considerar como desarrollo, así como tampoco productos de la mentada “modernización”.
En 1987, el peruano Hernando de Soto publicó El otro sendero. En esa obra se exalta la informalidad de los sectores pobres en Latinoamérica, donde la oligarquía crece y se da por sentado que la informalidad es la salida hacia el desarrollo. En lugar de ello, pronto se advierte que la presencia de la gente extraña no constituye un fenómeno cuantitativo, sino más bien un cambio cualitativo, mucho más en las ciudades donde no hay industrialización, o bien, donde la industrialización es débil.
Los recientes hechos de protestas, revueltas y rebeldía popular no se encuentran asociados con el desarrollo de la sociedad moderna. De hecho, el levantamiento reciente está dado por los “emprendedores”, por aquellos sectores que se ubican en la informalidad o quienes viven en la incertidumbre de la ciudad.