Lukács escribió que las ciudades tienen ADN, son un organismo vivo que bulle y crece. Cada ciudad es un personaje que se habita y en palabras de Heidegger, se construye. “Solo si somos capaces de habitar podemos construir”.
La ciudad se convierte en el lugar donde las pasiones se desbordan y donde el sentido de la existencia se busca. Hay una geografía, un mapa imaginario que se traza en cada recorrido, en cada perderse, en cada entregarse. En la novela Casa de vecindad del escritor colombiano José Antonio Osorio Lizarazo, el personaje, un tipógrafo se entrega a las fauces de una Bogotá de los años 30.
Una ciudad desencantada, porque comienza a recibir los atisbos de una modernidad. Una ciudad que ya no es promesa de nada y cercena toda posibilidad. Escribe el narrador en la última parte: “Me entregaré a la ciudad incoherente y fatal, que devoró mis esperanzas, mi vida, mis estúpidas ilusiones y que negará también el consuelo inútil de una sepultura para mi pobre cadáver”.
Hay, por esa época, una modernización que desplaza la obra de mano. Lizarazo publica la novela hacia 1932 durante el gobierno de Enrique Olaya Herrera: un gobierno liberal antecedido por 46 años de una hegemonía conservadora que abrió las puertas a empresas extranjeras. La presencia de estas empresas trae consigo la invención de maquinaría que poco a poco comienza a desplazar la mano de obra.
El tipógrafo es víctima porque la llegada del linotipo lo llevó a quedar desempleado. A propósito, anota: “No, si las máquinas nos están matando. Cada máquina debería prever la manera de que vivieron los obreros a quienes va a desalojar. A desalojar de la vida”. La ciudad de la promesa moderna, del desarrollo, del crecimiento intelectual, también se convierte en el lugar de la desesperanza y de la pérdida de las ilusiones de quien migra del campo a la urbe.
Nietzsche sostenía que los mejores pensamientos son los pensamientos caminados; quien pasea la ciudad lo entiende y contempla la ciudad como una prolongación de su propia casa. Se convierte, entonces, en un retorno al enorme útero de donde la vida proviene.
Walter Benjamín instaló a Baudelaire como el poeta flâneur, afirmando que “para el flâneur su ciudad ya no es su patria, sino que representa su escenario”. A medida que el paseante recorre las arterias urbanas se introduce en el paisaje y en el tiempo. Recordemos por un momento a Nerval y sus largas caminatas por una ciudad que lo devolvía a su infancia. Escribía en su diario: “Y para calmar la tempestad que rugía en el interior de mi cabeza, me alejé varias leguas de París, con dirección a una diminuta ciudad”.
Como suele ocurrir con los paseantes, según la tradición de los viajes, desde Homero hasta Joyce, no pertenecen al lugar que recorren, a la ciudad donde ya son huéspedes extraños. Tanto el tipógrafo como Nerval son extranjeros en sus propios escenarios.
Paseantes que se sumergen en la ciudad con una expresión de marginalidad que les cambia hasta la expresión del rostro. “No hay posibilidad de conseguir trabajo. No lograré hacerme al ambiente de la ciudad moderna; y puesto que todo se cierra frente a mí perspectiva, me abandonaré al curso del azar”, escribe el tipógrafo. Son hombres que se entregan a la ciudad como se entregan a la galería de la muerte.
Existe, entonces, en el recorrido del tipógrafo una geografía clara de ciudad que comienza a usar todas las herramientas de la ciencia y de la técnica en beneficio de las empresas gigantes. Aparece una Bogotá nostálgica e indiferente, hostil y en conflicto. La ciudad de Osorio Lizarazo es un personaje que margina y excluye. Una ciudad de tensiones que oprime y niega los oficios del diario. No hay oportunidades y la vida pesa como un tronco mojado.
Derrotado el tipógrafo escribe en su diario: “Hay algo más terrible que todo: encontrar trabajo. Esto me oprime como una mole, que descansará desde el principio de los tiempos sobre mi corazón. Ahora estoy dándome cuenta de toda la dificultad de este sencillo hecho. La ciudad es hostil para mí. Y es hostil para mí también la vida. Y yo no puedo dominar ni la ciudad ni la vida”.
Ahora lo cree y acepta que esto le esté sucediendo, que la ciudad de promesas lo condene a un estremecimiento de pérdida. Hasta las calles de siempre se han vuelto lugares desconocidos que condenan. Este hombre huye y para perderse vuelve a la calles de donde había huido. Hará de la ciudad su casa. En cualquier caso, la cara que verá en los espejos, será la cara de un desconocido que perdió el instinto de mirar, mientras la ciudad indiferente y gris, seguirá creciendo.