El hueco fiscal, la crisis financiera, la indignación nacional y el estallido social y político que vive el país, sin lugar a dudas es resultado del incumplimiento legal a la responsabilidad del Estado para garantizar los derechos fundamentales de la ciudadanía.
Buena parte de situación se deriva (La otra parte tiene un largo rastro histórico), de una estrategia equivocada que se nos impuso desde hace más de tres décadas y que emplea un sistema de tributación en la que los que más tienen, menos pagan.
A esta estrategia se le llamó “confianza inversionista”, y se justificó con el sofisma de que era para generar más riqueza y más empleo. A través de ella, el Estado otorgó todas las gabelas imaginables a las empresas multinacionales extractivistas, a los empresarios más ricos, al sector financiero, a los cañicultores y productores de etanol, palmeros, ganaderos, latifundistas y terratenientes. Se les entregaron millonarios subsidios, exenciones de impuestos, descuentos tributarios, tarifas diferenciales etc. A esto se le debe sumar el escandaloso fenómeno de la corrupción y un desproporcionado presupuesto de guerra. Esta fórmula creó un hueco fiscal enorme. Es falso que esta estrategia haya conducido a generar más empleo, lo que si es cierto es que al prolongarse durante tanto tiempo y ser casi nula durante ese periodo la inversión social y la atención a los reclamos de solución a sus necesidades por parte de la ciudadanía, se fue generando una olla a presión y una ola de indignación que es la que tiene a los pobres hoy en la calle exigiendo el reconocimiento de sus derechos.
En nombre del crecimiento económico se ha llegado a niveles de desigualdad alarmantes. Somos el segundo país más desigual en el continente después de Haití y el sexto a nivel planetario.
Esta realidad es el resultado de la instauración de fórmulas que han venido instalado el paradigma de la desregularización, la liberación de los mercados y la reducción del Estado. Ah, y cómo no decirlo: la lucha contra el terrorismo.
Bajo esta premisa se modificaron los instrumentos de regulación de los mercados financieros, laborales, y el régimen cambiario. Se definieron nuevas reglas en materia tributaria, inversión extranjera, endeudamiento, comercio exterior y de seguridad social, dejando la economía a merced de las dinámicas del mercado. No se previó diversificación, ni soberanía alimentaria y menos el fortalecimiento de nuestro aparato productivo; por el contrario, se arruinó la agricultura y se arrasó con la industria nacional. Craso error.
Este modelo se profundizó en los dos gobiernos Uribe con el argumento de fomentar la confianza inversionista. Contrario al principio de solidaridad fundamentado en la redistribución de la riqueza, vía tributación.
En este periodo (2000 al 2021) se incrementaron los impuestos de los colombianos de a píe, se realizaron, óigase bien, 12 reformas tributarias, y, con el fin de seguir azuzando la guerra, se saboteo el Proceso de Paz.
Durante dos décadas de “Confianza inversionista” se buscó la reducción de los costos de producción de las grandes empresas, profundizando la flexibilización del mercado de trabajo, incrementando la jornada laboral, reduciendo los pagos de horas extras e indemnizaciones por despidos; fue modificado el régimen de pensiones, se introdujo incrementos en las semanas cotizadas y en las contribuciones, al tiempo que se arruinó la economía campesina.
Adicionalmente, se firmaron Tratados de Libre Comercio, que impulsan normas de protección a la inversión, se generó la creación de incentivos de tipo fiscal, parafiscal y de costos por matricula mercantil y de renovación para las empresas que se formalicen. Los impuestos que dejan de pagar los empresarios, el Estado los obtiene del cobro de nuevos impuestos a la clase media, asalariados y trabajadores, extendiendo la carga tributaria directa (impuesto de renta) e indirecta (IVA), tal como se pretendía con la Reforma Tributaria que se hundió.
Las consecuencias de estas medidas han sido enormes para el país, sobre todo para los más humildes. Las últimas estadísticas son alarmantes: en el caso de la pobreza en 2020 ascendió al 42,5%, es decir, que 21,2 millones de colombianos viven en condiciones de pobreza, 3,8 millones más que en 2019.
Para el caso de la pobreza extrema el panorama es peor. En el periodo entre 2015 y 2020 se incrementó en 8.2 puntos porcentuales, pasando de 9.1% a 15.1%.
A este drama se suma el incremento vertiginoso del desempleo. En lo transcurrido del actual gobierno, se ha incrementado en 7,7 puntos porcentuales, pasando de 9,7%, en 2018, a 17,3% en el primer trimestre del 2021. En consecuencia, los colombianos que logran acceder a una comida diaria suman 287.473 familias y 3.2 millones de familias comen dos veces al día.
En la otra cara de la moneda encontramos que el 51% de los ingresos totales del país se concentra en el 10% de las personas más ricas, mientras el 10% de las familias más pobres acceden solo al 3% del total. En el caso del patrimonio no es diferente: el 10% concentra el 56% del total nacional. En el caso de las personas jurídicas, es decir las empresas, las 300 más grandes concentran el 50% del patrimonio nacional.
No atender a estas realidades y a quienes reclaman la garantía de sus derechos es realmente inhumano. En la realidad que hoy vivimos se hace indispensable redefinir el Pacto Social mediante un gran Pacto Político Nacional sobre lo fundamental para acordar transformaciones inaplazables, iniciando por una tributación más justa.