Las cartas sobre la mesa: destruir, convivir o participar con el otro

Las cartas sobre la mesa: destruir, convivir o participar con el otro

La guerra no reside en la mente de los hombres sino en las reservas probadas de agua, petróleo y oro que conservan los países y generan la apetencia de las metrópolis

Por: Mateo Malahora
octubre 25, 2018
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Las cartas sobre la mesa: destruir, convivir o participar con el otro
Foto: Pixabay

Usted seguramente ha oído hablar del otro. Sin embargo, quizá requiera recordarle que, antes de que apareciera el homo sapiens, el otro ya existía como entidad antropológica.

El otro estaba integrado por los primeros grupos en proceso de formación humana, compuestos por menos de cincuenta individuos, para que el nomadismo se perpetuara y no desapareciera.

Nuestros primeros parientes recorrían playas, selvas y junglas e intempestivamente se sorprendieron porque encontraron otras familias, término que no existía, y hallaron que tenían el mismo propósito: la caza, la pesca y la recolección de frutos.

Es, en ese entonces, cuando la primitiva “población mundial” se enfrenta como intrusos o realizan alianzas para buscar el mismo alimento.

Seguramente fue difícil admitir que los otros existían y eran un espejo para asomarse al mundo; quizá pensaron que era el primer descubrimiento y el hallazgo los condujo a confirmar que, evidentemente, no estaban solos y no fue necesario preguntarse como Stephen Hawking: “Si hay vida en este universo, debe ser muy lejos”.

Momentos en que el lenguaje no había aparecido plenamente, ni existía la generosa interpretación bíblica que lo concibe como una condición inherente al hombre con el estatus de don divino, cuando es evidente que su adquisición individual y social significó una larga evolución biológica y cognitiva, para llegar a la osadía del pensamiento libre, la creación artística, poética y literaria, que han permitido realizar certámenes como el de Popayán Ciudad Libro.

Asombro gigantesco y extrañeza sin límites debió ser ese primer encuentro; similitud en las comidas, en el cuidado de los niños, el ascenso a los árboles, los taparrabos para tapar la vergüenza y garrotes para dominar a las presas.

¿Los primeros grupos siguieron impasibles, se hicieron los ciegos y sordos y continuaron el camino?

¿Obró el instinto del desalojo para ahuyentar al intruso de la geografía dominada, los garrotes fueron disuasivos, se acudió a la primera violencia o se proclamaron gestos de amistad e inventaron los abrazos?

De estos episodios han pasado millones de años y el proceso de humanización fue lento.

Imaginémonos, para relacionarlos con el tiempo, que hace dos millones de años se hallaron en el norte de África utensilios que ya demostraban un incuestionable desarrollo cultural y, con ello, la emergencia del lenguaje en el hombre. Esto nos da idea de que la otredad ya existía primigenia y epocalmente.

No hubo hostilidad por la comida, que en ese entonces era abundante, se privilegiaron los mitos, que en las palabras de los chamanes eran sagrados, y se les otorgaba la prerrogativa de ser amos y señores de todos y de todo.

Hoy, en criterios del antropólogo Jairo Grijalba, nos enfrentamos a las mismas preguntas de nuestros antepasados.

Preguntas que como ayer son apremiantes y categóricas; el resolverlas nos conduce a tomar y adoptar posiciones a favor o en contra del otro y nos demuestra que el arreglo, la pugna, la lucha o la guerra requieren comportamientos que pasen por interpretar al otro.

Y es de suponer que el ser humano al tropezar por primera vez con el otro tuvo diversas alternativas: hacer la guerra, separarse, construir defensas, muros invisibles, o establecer diálogos.

Irónicamente, con el tiempo la humanidad perfeccionó las guerras y el reparto mundial de los recursos llegó hasta la destrucción nuclear del otro que, para justificarlo había que sostener que no pertenecía a la especie humana.

Tiempos en que no podemos mirar al otro como a un perro, una rata o un reptil, para justificar su eliminación más allá de sus fronteras, como en los períodos primitivos. Y queda claro que la guerra no reside en la mente de los hombres sino en las reservas probadas de agua, petróleo y oro que conservan los países y generan la apetencia de las metrópolis.

Salam aleikum.

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