Cerré la puerta de entrada a la casa y pasé del antejardín a la calle. De pronto un carro veloz me zumbó en el oído y me hizo vibrar todo el cuerpo. Escuché un freno en seco adelante y pude advertir el color blanco del vehículo de una vecina. Unos segundos después la señora se bajó del automóvil y vino hacia mí.
—Discúlpame vecino, qué miedo, te pude haber atropellado. Perdóname, es que la calle está horrible y uno ya anda a la defensiva; qué tal, qué miedo, lo pude haber atropellado.
—Bueno casi me matas de un susto, pero no hay problema, ya pasó, tranquilízate ve. ¿Y por qué es que la calle está horrible?
—¿Pues no viste esos videos de ayer de esa gente que traficaba sexualmente con su hija, y el del tipo que asesinaron por robarle la moto y el del robo masivo del restaurante?
—¿Y esos videos de cuándo son? ¿todos son de estos días? —pregunté.
Conversamos un poco y llegamos a la conclusión con los videos en mano del celular de mi vecina, que además colecciona por montón, que algunos vienen circulando desde el 2015, pero ella los vive como si acabaran de pasar. Horror, claro qué horror.
—Bueno vecino, perdóname ve, casi te mato. Pero te repito es que las calles están horribles…
—Cuídate por favor, que la pases bien.
Me quedé pensando que la violencia citadina nos circunda, nos angustia y genera un entorno de malestar que afecta nuestro derecho a la vida en la ciudad y la posibilidad de tejer el hábitat urbano con un sentido de convivencia. En el caso de Santiago de Cali se sabe que han caído las cifras del indicador de homicidios, pero sigue siendo uno de los más altos del país y de la región latinoamericana; se reconoce también que el indicador de hurtos y de presencia de agresiones entre ciudadanos como riñas y asonadas crece; está lastimosamente muy de moda la idea de “masajear delincuentes” y por esa vía reincidir colectivamente en la idea de la justicia por mano propia.
Las violencias no ceden, se mudan de indicador, se trastean; pero en su base se mantienen cinco grandes móviles: (1) la flexibilidad de la delincuencia organizada que constantemente actualiza su carpeta criminal y es más veloz que la institucionalidad para situarse en territorios y cooptar poblaciones en torno a negocios ilícitos, (2) las dificultades para la coexistencia pacífica en las vías, los espacios públicos, los vecindarios y barriadas, en medio de grandes diferencias culturales, generacionales, sociales, (3) la existencia de un fenómeno de corrupción pública y privada que sirve de soporte a las economías ilegales que ejercen la violencia, (4) la presión económica sobre sectores medios y populares entre los cuales existen grandes brechas sociales y condiciones de precarización de la vida, (5) la fragilidad en el funcionamiento de los poderes públicos de seguridad y justicia, que implican altos niveles de impunidad.
Estos aspectos que determinan la dinámica de las violencias urbanas están por supuesto conectados con matrices mucho más amplias, ligadas al tráfico internacional de narcóticos, al conflicto armado regional y nacional, al comercio de armas y al lavado global de activos, pero tiene sus especificidades y comprenderlas es urgente para efectos de discernir cuáles son las políticas más adecuadas para afrontarlas.
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En un contexto de esfuerzos de país por la transformación del conflicto armado y por contraponerse al flagelo del narcotráfico, las violencias urbanas actuales se han diversificado
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En un contexto de esfuerzos de país por la transformación del conflicto armado y por contraponerse al flagelo del narcotráfico, las violencias urbanas actuales se han diversificado y por momentos se percibe que la institucionalidad no logra reconocer los retos con suficiente solvencia; en este nuevo ciclo hay estructuras criminales con novedosas modalidades de acción que se insertan en la economía y la vida social de nuestras ciudades sin que logremos mínimamente enfrentarlas e interrumpirlas; además ahora los actos delincuenciales y los eventos de victimización de la población se trasmiten y retrasmiten por redes sociales y múltiples medios digitales, generando entornos y percepciones de miedo y violencia.
Ante esta coyuntura las políticas públicas, las acciones del estado a nivel de las grandes ciudades, son reincidentes en “la mano dura”, en la acción institucional contingente y de corto plazo, cuando lo que necesitamos es una mano inteligente que permita asumir la complejidad del fenómeno urbano de la violencia, enfrentando con tecnología y conocimiento las bandas criminales y los grupos delictivos de pequeña y gran escala, pero también confrontando la exclusión social en el marco de las tareas de reactivación productiva, conectando la competitividad de los territorios urbano-regionales con la inclusión de las economías populares, transformando la intolerancia y la discriminación, con mecanismos de cultura ciudadana, de promoción de convivencia y cuidado de la vida.
Hoy es necesario insistir en la necesidad de una política específica de orden nacional y local, para enfrentar las violencias urbanas en la perspectiva de impulsar la seguridad humana en las ciudades, que implica abordar mecanismos más integrales, preventivos, disuasivos y de inclusión ciudadana, que no se agoten en la obsesión por las publicitadas cifras y los inmediatismos institucionales, cuando de lo que se trata es de afrontar con inteligencia la alta densidad de agresividades que nos circundan de forma fragmentada, pero articuladas a relatos comunes que nos hacen sentir y pensar que las calles están horrorosas, que dan miedo. Es cierto eso, pero también es cierto que tenemos la tarea cívica, desde las autoridades locales hasta el ciudadano recién llegado a cada urbe, de generar las respuestas para conquistar el derecho a la vida digna en la ciudad. Esta tarea no da espera, en la construcción de paz y reconciliación se requieren gestos más consistentes y acciones más concertadas en cada enclave urbano del país.