Ana María es una de esas cartageneras de pura cepa, que ni los catorce años fuera de Colombia han logrado arrebatarle la musicalidad del acento, la expresión de sus manos al hablar y ese desparpajo caribeño. Miss Ana, como le dicen sus alumnos y colegas, es una reconocida maestra de violín clásico de uno de los más prestigiosos conservatorios de música de Singapur, un lugar donde violinistas de Europa y Asia se pelean por una posición. Llegar allí no fue nada fácil. Detrás se esconde una historia llena de inspiración que identifica a esas mujeres colombianas luchadoras, honestas e incansables.
Ana viene de una familia donde las limitaciones económicas contrastan con el derroche de talento. Desde niña estuvo rodeada por la música, siendo su destreza por el violín una de las virtudes que heredó de su padre. Ingresó a la Escuela de Bellas Artes de Cartagena donde inició sus estudios en educación musical y más adelante, cuando terminó el bachillerato, obtuvo una beca con la Orquesta Sinfónica Juvenil de Bogotá para estudiar violín clásico. Con la Sinfónica se fue de gira por Centroamérica y por Europa, pero ni eso, ni las llamativas ofertas laborales que recibió fueron más convincentes que un nuevo sueño: conformar su propia agrupación de música tropical. Por azares del destino el grupo duró unos pocos años razón que la llevó a volver a su ciudad natal.
En Cartagena se convirtió en madre soltera, teniendo que inventarse diferentes fuentes de ingreso para sacar a sus hijos adelante. Ana era maestra de violín, administraba un restaurante y una ferretería, y tocaba en cuanta serenata, misa o boda se le atravesaba. Los fines de semana eran maratónicos. Llegaba a casa elegantemente vestida del matrimonio donde acababa de tocar, y en un santiamén estaba metida en su traje de mariachi para la serenata que seguía. Su empeño en hacer feliz a sus hijos, sumado a una innata pericia para los negocios, la llevaban a cambiar serenatas por bicicletas, o clases de música por la pensión del colegio.
En septiembre de 2006 recibió una llamada que cambiaría su vida para siempre. Una agrupación de música latina que tocaba en Singapur le ofreció un contrato como violinista por doce meses. Sin pensarlo dos veces aceptó. La oferta económica era tentadora, tendría la oportunidad de ahorrar dinero. Dejó a sus dos hijos al cuidado de su madre, organizó sus asuntos y emprendió un viaje a las antípodas con la promesa de volver en un año.
Apenas llevaba un mes en Singapur cuando a una de las presentaciones asistió la dueña y directora musical del Conservatorio de Música de Mandeville. Ana captó su atención. La directora le propuso que la ayudara por unos días como asistente de un importante violinista venezolano. Una vez más los astros se alinearon y la calidez, sencillez y talento de Ana conquistaron a la dueña del conservatorio quien vio en ella un enorme potencial. Le mostró interés en contratarla después de escuchar la exitosa audición que presentó con un pasillo colombiano; pero le puso una condición para firmar el contrato: tener dominio del inglés. Ana viajó a Filipinas, y mientras aprendía el idioma, se matriculó en una escuela de violín para aprender el lenguaje técnico que necesitaba. Regresó a Singapur y se entrevistó nuevamente con la directora del conservatorio quien no dudó en darle el trabajo.
Y es que en Ana su pelo es tan ensortijado como recta su palabra. Una vez finalizado el compromiso con la agrupación, y contrato en mano con el conservatorio, regresó a Cartagena como le había prometido a su familia pero no lo hizo para quedarse. Con un par de maletas y sus hijos, se dispuso a volver a cruzar el planeta con los únicos cien dólares que le habían sobrado. Con esto tendría que sobrevivir hasta su primer salario como maestra. Pero en un país tan costoso como Singapur el dinero se va como el agua entre los dedos, así que mientras llegaban los primeros sueldos se rebuscó el dinero como lo aprendió desde niña, haciendo cuanta cosa digna se cruzaba en su camino: dictaba clases de baile, enseñaba español y hasta vendía comida costeña.
Los primeros días en el conservatorio no fueron fáciles, los padres de los alumnos se negaban a que Ana fuera la maestra. Se quejaban de su natural algarabía la cual distaba bastante de las clásicas, calladas y rígidas maneras de los otros maestros. Curiosamente con el tiempo, este pasó a ser su principal atributo, y hoy en día decenas de estudiantes e incluso algunos profesores la buscan para que con su alborozo y espontaneidad les enseñe a tocar violín. Como ella misma dice: "yo los motivo a que amen, disfruten y sientan pasión por la música; esto es más importante que la técnica".
Los conocimientos de Ana han diversificado los recursos musicales del conservatorio. Su arrolladora personalidad, echa abajo las ideas demostrando que los trajes de colores vistosos, el olor a café recién hecho, la risa sonora y el zarandeo de caderas pueden acompañar hasta la más clásica de las melodías de Bach. Ana tiene muchos proyectos. Sueña con volver algún día a Cartagena y enseñar todo lo que ha aprendido en Asia, pero mientras eso sucede, seguirá contagiando a los singapurenses con su espléndida sonrisa, su alegría auténtica y los acordes del violín clásico al vaivén costeño.