Decían que Pablo Escobar era el marido más tierno, bueno y considerado que una mujer podría tener. En cada cumpleaños de Tata, su esposa, el capo le mandaba a traer cantantes de la talla de José Luis Rodríguez, El Puma, para que le cantara sus baladas al oído. Después de haber mandado matar a Lara Bonilla la vida de Escobar se consumió entre caletas y escapadas intempestivas. Cada vez que podía iba a Nápoles y veía a sus hijos, a su mamá y a la esposa que respetaba como una catedral.
Las vírgenes entre 14 y 17 años con las que solía hacer sus desenfrenadas rumbas en la casa secreta que tenía en El Poblado eran las capillas, las iglesitas de barrio. A ellas las conocía gracias a Los Señuelos, una banda que tenía como única misión reclutar jovencitas para llevárselas al monstruo. A las muchachas les pagaba tres millones de pesos por acostarse con él y con capos como el cocainómano Carlos Lehder o el sicópata de Rodríguez Gacha. No eran mujeres cualquiera: casi todas eran modelos aspirantes a reinas de belleza o actrices de televisión. Escobar sabía atender a sus visitas. Las muchachas no solo iban por la plata, habían escuchado que el Patrón era un tipo de confianza, que cumplía lo que prometía. De pronto las podía ubicar en un puesto, en un noticiero. Escobar sabia de televisión, por algo trataba como una reina a Virginia Vallejo, la presentadora de la que se enamoró perdidamente.
Pinina y Tyson, sus sicarios de confianza, tenían la costumbre de salir con muchachas de comunas y, después de acostarse con ellas, les pegaban un tiro en la cabeza. Era mejor una novia muerta que un testigo resentido que, a cambio de $15 millones, podrían delatarlos a la policía. Casos se habían visto. Ellos no entraban a las fiestas de El Poblado. Eran buenos muchachos pero no siempre era bueno revolverse con la servidumbre así fueras un hombre del pueblo como el líder del Cartel de Medellín.
Al Patrón le gustaban las muchachas de piernas y torsos largos,
tipo voleibolistas.
Una de ellas fue infiltrada por el Bloque de Búsqueda
Al Patrón le gustaban las muchachas de piernas y torsos largos, tipo voleibolistas. Una de ellas fue infiltrada por el Bloque de Búsqueda. Les avisó que estaban en la casa secreta de El Poblado. La policía llegó de improviso y el capo, que tenía siete vidas como un gato, logró salirse del cerco. Sabía que había sido una de las muchachas que iban a la casa la que habló. Como no tenía ganas de escoger, ni de averiguar por la soplona, la guerra con el estado se intensificaba, decidió tomar medidas serias en el asunto. En la noche del 6 de julio de 1987 fueron encontrados torsos, piernas, cabezas de 27 muchachas. Un día después aparecieron otras 22. En total fueron cuarenta y nueve las jóvenes asesinadas, todas las que habían ido alguna vez a esa casa maldita del Poblado. El dato lo leí en el libro sobre Pablo Escobar de Germán Castro Caicedo.
Dicen que Tata todo esto lo sabía y no le importaba. A un hombre poderoso había que saber alimentarlo con poder. Por eso nunca preguntó nada, por eso siempre agachó la cabeza. Pablo, qué duda cabía, era un buen hombre y era el que mandaba. El Patrón siguió teniendo sus escarceos amorosos que casi siempre terminaban con un balazo en la nuca de la jovencita. Nadie sabe cuántas mató el vampiro pero se cuentan por decenas.
Veintitrés años después de que el Coronel Hugo Aguilar, el mejor tirador que ha tenido este país, lo mató en un tejado en Medellín, aún hay muchachas pobres que sueñan tener a un tipo derecho, recto como Escobar. Aún dicen que fue un buen hijo, un buen padre, un hombre al que la policía lo obligó a hacer las cosas más atroces. Hay partes en Medellín en donde aún creen que era el Hombre que Amaba a las Mujeres y que, si desmembró a alguna muchacha con cuerpo de voleibolista, fue porque habló de más, porque lo delató, porque lo merecía. A los mafiosos solo hay que complacerlos.