Desde abril de 2016 hasta enero de 2020, según el periódico The Washington Post, el presidente de los Estados Unidos había dicho 16.000 mentiras, todas relacionadas con el ejercicio de sus funciones como jefe de Estado de la nación del norte.
El estudio no incluye desaciertos en el lenguaje, actos de xenofobia, racismo, tratos despectivos y humillantes, porque sumados fácilmente sobrepasarían las 30.000. En fin, todo eso que ha convertido a Trump en el más pintoresco de los presidentes de los Estados Unidos. Y no precisamente por ser un hombre de Estado, sino por ser un referente de la política jocosa y perversa a la vez.
Trump es una clara demostración de la degradación política. Además, es resultado de la generosidad de la democracia. Atrás quedó el respeto que el mundo profesaba por los presidentes de esa nación que adquirían una connotación de líderes mundiales.
Aun con sus errores y virtudes, Bush, Clinton y Obama supieron mantener el estatus político de su país; en cambio, a Trump sus homólogos y la opinión pública mundial solo lo respetan en los actos públicos y de protocolo, mientras que en privado no es sino motivo de burlas y descalificaciones.
Es lamentable que la política y los cargos de elección se conviertan en trofeos de incompetentes millonarios. En el caso colombiano es común ver cómo traquetos y lavaperros de la peor calaña se postulan a las elecciones locales, haciéndose al poder para exhibir un triunfo electoral como una hazaña más en las carreras delictivas.
Ojalá llegue el día de la revolución cultural que permita entender el verdadero sentido de la política y salir del oscurantismo eterno al que nos tienen condenados estos semidioses de la nueva política.