Dos veces en una semana.
Pido un taxi desde mi teléfono utilizando una muy popular aplicación y al subirme el conductor me pide, muy amablemente, que en lugar de informar que tomé el servicio reporte que lo cancelé. De esa manera no le será cobrada la cuota de 600 pesos por parte de la empresa que provee la plataforma virtual.
Y en ambos casos, cuando me he negado a hacerlo, explicándoles con amabilidad a los taxistas que eso constituye una trampa y un robo a quienes han trabajado para ofrecer un servicio que a ellos mismos les favorece, los conductores han respondido enardecidos e indignados. “¡Pero si son 600 pesos!” “¿Se va a pegar de tres monedas?” “¡Pero si todo el mundo lo hace!”.
Leí en las redes la pasada semana un caso idéntico en el que la afectada contaba que su taxista tramposo de turno había terminado la perorata con un dignísimo “¡por eso estamos como estamos!”.
Tengo una cosa clara: quienes escribimos este tipo de críticas corremos el riesgo de situarnos en la esquina de quien se autonombra abanderado de la moralidad y adalid de la rectitud cuando, —es norma casi implacable—, si escudriñamos de forma no muy profunda en nuestro comportamiento diario, encontraremos grietas impresentables. Pero ello no invalida la crítica. De hecho considero que la incongruencia y la falta de consecuencia son ambas elementales condiciones humanas y que ninguna sociedad, por perfecta y equilibrada que nos parezca, está por completo libre de ellas.
Lo que sucede en los escasos colectivos humanos donde se ha logrado arrinconar a la corrupción y a la trampa, es que los individuos que los componen han sido educados para no matizar las transgresiones éticas: allí un robo es un robo, sin importar el monto de lo robado.
Estoy seguro de que ninguno de los taxistas que pidieron mi complicidad para evadir el pago consideran su acto como un robo. Tan seguro como de que todos ellos se indignan cuando escuchan en los noticieros los desfalcos a las entidades del Estado.