Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de obscuro pedernal;
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútilas monedas tasando el bien y el mal.
—Porfirio Barba Jacob
Si la vía Apia era tomada como paradigma del pragmatismo romano y hoy se considera la primera autopista de la historia, caída en desuso al fenecer el imperio y restaurada mucho después por orden del Papa Pío VI, apreciada por su grandeza despertó en Napoleón y Mussolini el interés para conservarla.
Y hoy por hoy, Bogotá tiene para mostrar al mundo, su carrera Séptima, llena de establecimientos comerciales de alimentos o bocadillos en especial en las cercanías a la Plaza de Bolívar, con sus cientos y quizá miles de palomas transmisoras de más de 40 enfermedades a los seres humanos, que entran a los mismos volando en bandadas para posarse en las mesas o pasearse orondas bajo las misma ante la mirada indiferente de los propietarios acostumbrados ya a su presencia, inermes e indefensos ante sus ataques y “obsequios”.
Deambular a cualquier hora del día, por la carrera Séptima —hoy convertida en calle peatonal— es muy placentero. Por ella se puede trasladar uno/a distintos lugares, entre el encanto que a raudales derraman los no reconocidos por el capitalismo feroz, privados del favor de la “suerte” y el “éxito”, pero en su mayoría luchando con dignidad por ganarse unas monedas y saciar el hambre de cada día: imitadores, arrabaleros derrochando elasticidad en el tango y la milonga, carrangueros e intérpretes de todo género musical, artesanos exponiendo sus creaciones, cachacos y rolos longevos ganándose con sus habilidades la admiración de quienes vibran con la grandiosidad de la esencia humana, sin molestar a nadie, todos en una agradable convivencia pacífica formando una gran comunidad.
Pero como todo en la vida es dialéctico, en medio de la placidez de espíritu que propicia esta faz del centro bogotano cual fantasma de tipo socio-económico-cultural, quizá no detectado por las autoridades capitalinas, tal vez no tomado en cuenta porque el problema se les escurrió como los rayos de luna entre los dedos de las manos, porque ya se acostumbraron y nada pueden hacer; en la puerta de los lugares para consumir alimentos se encuentra en turno un indigente en deplorable estado de higiene, expeliendo olores nauseabundos, con distintos grados de temeridad exigiendo con insistencia dinero y comida a quien entra o sale. Pareciera esto parte del paisaje al cual la gente se ha acostumbrado.
Aquellos seres humanos provenientes del tenebroso barrio intervenido en el año 2016 por el alcalde Peñalosa, iniciativa para rescatar ese lugar de la ciudad, el antiguo Bronx bogotano —que se dice giran alrededor de los 3000—, y las hordas de “habitantes de la calle” —como los llaman los entendidos en la materia— hacen de las suyas y atormentan al pacífico transeúnte pidiéndole una moneda “para tomarse un tinto y saciar el hambre”.
Hay días que a cada 30 o 50 pasos el desprevenido transeúnte es abordado por algunos de estos “ciudadanos” que si bien como todos merecen respeto y consideración, sacan de quicio a cualquier persona que tenga que desplazarse por varias cuadras en esta calle peatonal.
Algunos de ellos son muy violentos y andan armados de cuchillos o navajas. Personalmente, el día 7 de agosto de este año, al igual que muchas otras personas desprevenidas, fui asaltado por uno de estos personajes inmerso en la droga. Pero lo más abrumador fue la actitud indiferente e insolidaria de los transeúntes. El sujeto me pidió una moneda, se la di, pero luego me tomó con violencia por el brazo izquierdo, blandió un cuchillo y me espetó: “¡Me vas a dar todo lo que llevas o te meto una puñalada!”. Con firmeza le pedí tranquilizarse y le di el dinero que llevaba en el bolsillo. Cuando pude hablar con un policía que pasaba en motocicleta acompañado de un patrullero, se limitó a comentarme “¡Es que nosotros no podemos hacer nada con esta gente!”
Desde mi perspectiva ante esta peligrosa situación, sería indispensable que estos individuos fueran requisados y desarmados de manera permanente por las autoridades policiales. Es verdad que a esta gente se le debe respetar el derecho humanos al libre tránsito pero también exigirle un adecuado comportamiento, ciñéndose al respeto que todo ser humano merece pues es inaudita su actitud de amos de la calle e intocables.
¡Qué vergüenza señores Alcaldes mayor de Bogotá y menor de la Candelaria! ¿Qué significa para ustedes ”Bogotá mejor para todos”?
¿Merecen nuestros connacionales, turistas y visitantes extranjeros someterse a tanta ignominia?
Pasear por varias localidades del centro de la ciudad, o frente a ese pequeño parque contiguo al Museo del Oro, o frente al antiguo edificio de la Gobernación de Cundinamarca, convertidos en mingitorios, tener que aspirar los nauseabundos olores a amoniaco, y en las calles laterales observar indigentes tirados en el suelo y dormidos a cualquier hora del día, tener que caminar con cuidado para no pisar los desechos humanos que estos egregios ciudadanos depositan sobre los andenes.
Muchas personas nos preguntamos: ¿también a ellos les están aplicando el nuevo Código de Policía?.
¡Cómo nos duele Colombia en general, Bogotá en particular y la carrera Séptima en lo específico!
Cuando vemos un fenómeno a diario, nos acostumbramos a él, y hasta lo añoramos cuando desaparece.
De todos es conocido que existen albergues gubernamentales donde el lumpen es recibido para su resocialización, que estas personas al rechazarlos no asisten prefiriendo continuar “en libertad” sin recordar que la libertad de alguien desaparece cuando viola la libertad de los otros.
Es lógico —y sabemos muy bien— que los derechos humanos son aplicables para todos los ciudadanos sin importar la condición humana en que vivan. Pero ¿es justo que los ciudadanos de a pie tengamos que soportar este fenómeno social, siendo que las autoridades también tienen obligaciones de protegernos?
Dense un paseíto de incógnito y a pie, señores Alcaldes Mayor y Menor, sin que sus séquitos y guardaespaldas limpien previamente las aceras por donde van a caminar en el barrio Candelaria, y caminen frente al Ministerio de Agricultura o en la acera contigua a la calle séptima del parque del Museo del Oro para que vean la realidad y aspiren esos aromas, pero también provéanse de muchas monedas de 200 o 500 pesos en sus bolsillos para entregar a su paso la consabida dádiva que los salve de las agresiones verbales y de las puñaladas que puedan quitarles la vida.
Ya es tiempo de tomar decisiones no represivas pero sí correctivas a este flagelo humano que a todos nos incomoda y hasta molesta, porque la mayoría queremos transitar por la carrera Séptima y calles aledañas sin temor, sin ser abordados, ultrajados y agredidos.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar:
el alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos pueda consolar.