El Teatro Colón estaba a reventar desde los palcos hasta los asientos generales cuando la obra comenzaba, aun así, la taquilla conservaba un fila espesa. Los que no alcanzaron a entrar sabían que debían comprar de una vez la boleta para la función del día siguiente de Labio de Liebre, la obra de Teatro Petra, escrita y dirigida por Fabio Rubiano. Al acabar, desde el recinto teatral más bonito de Bogotá, estallaron los más emocionados y prolongados aplausos que ha merecido el teatro colombiano de los últimos tiempos.
Salvo Castello se acogió a un programa de reinserción social, después de hacer parte de un grupo insurgente. Desde su propio gatillo, o por su orden, murieron campesinos, periodistas y un montón de vacas por tiros en la frente. La corta pena que paga lo trasladó con un brazalete electrónico a “Territorio Blanco”, lejos de “El Paraíso” donde cometió las fechorías que algún día fueron movidas por una idea de revolución social. En ese lugar tiene una ventana para ver la nieve caer y un pequeño televisor rojo de antena de conejo para una que otra película erótica que con los gemidos rompa la monotonía del espacio donde no hay más que un sofá, una nevera azul cielo, una mesa que hace las veces de comedor y escritorio, y una cama.
El ex militante delgado, de canas y traje, recibe la visita de cinco personas que por su acento y costumbres, también vienen de El Paraíso y están, como él, en un lugar que no es el suyo. Son los cuatro integrantes de la coloquial familia Sosa y Roxy Romero, una ex reina y presentadora de farándula que acaba la calma con sus preguntas rápidas, locución sobreactuada y sus perfectos rizos dorados. Allí Castello inicia un conflicto con ellos al intentar sacarlos de su casa. Luego, culpando al encierro, lucha su propia cordura, cuando los visitantes le confiesan que realmente son muertos, que lo buscan por justicia, más que por venganza. Roxy, la de los rizos, fue asesinada por orden de Castello, luego de suplicar por su vida al ser herida con un disparo en la mano derecha. Los Sosa, murieron en fila india. Primero la madre, luego los hijos. A uno de los muchachos le cortaron la cabeza para echar un partido de fútbol. Los otros son la niña de la casa, que una vez tuvo un romance con Castello y el niño que tiene labio leporino, que también se conoce como labio de liebre.
Entre la sorpresa de los que regresan a recrear su muerte para que Castello los recuerde y se ponga en sus zapatos, el dolor salta al humor y el humor a golpes en el estómago del público que no pierde la atención a la minuciosa obra del dramaturgo colombiano, que fue escrita entre 2008 y 2009, en un género que usualmente se llama humor negro. Precisamente por este estilo que resalta la indiscutible habilidad de Rubiano para crear teatro, los personajes exploran la dualidad y pasan de acertados chistes a llantos inconsolables. En dosis más medidas lo hacen los espectadores mientras la más chiquita de los Sosa le roba besos a Castello o cuenta cómo su papá la violaba en casa y su mamá no le creía.
La obra que exigió cuatro meses de ensayos tiene en escena a Fabio Rubiano, Jacques Toukhmanian, Biassini Segura, Liliana Escobar, Ana María Cuellar y Marcela Valencia, con actuaciones realistas más que expresivas y más de 50 personas cuidando cada detalle de la parte técnica.
Castello, desesperado por la insoportable presencia de los Sosa y Roxy, sede a sus peticiones y los escucha. Literalmente se pone en sus zapatos y recuerda paso a paso qué le hizo a cada uno. Las víctimas, más que venganza, querían justicia, que dijera sus nombres ante las autoridades para que no fueran más que “la familia asesinada” en una minúscula nota de prensa en la página par de un periódico poco leído. Llegaron a exigirle a Castello que las mencionara en el proceso, que dijera sus nombres y el sitio donde estaban los cuerpos, así tuviera que pagar más años de pena.
Con una estructura creativa, líneas acertadas, vestuario impecable, luces y escenografía detalladas, Labio de Liebre es una obra que su director plantea para pensar en la capacidad de perdonar.
Pecado perdérsela. Va hasta el 22 de marzo en el Teatro Colón.