La voz del monstruo
Opinión

La voz del monstruo

Colombia le arrendó el alma al diablo

Por:
octubre 24, 2022
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Fue inquietante volverla a oír. Por efecto de la representación de Andrés Parra en El  patrón del mal, y sus correspondientes memes, el recuerdo se había diluido y confundido con la voz del magistral actor. Y aunque ambas voces son bastante parecidas, la del monstruo tiene un atributo que difícilmente Parra hubiese podido igualar: la entonación e intensidad de una época de terror y zozobra. Cuando oí el estupendo trabajo periodístico de Daniel Coronell y su equipo, para el podcast Pablo Escobar, escape de la catedral, viajé en el tiempo y aterricé en mi niñez. No fue fácil encontrarme de nuevo con los personajes de la época narrando su incapacidad e impotencia ante el capo. Presidente, policías, agentes de la DEA y el mismo Escobar (con interceptaciones telefónicas inéditas) revelan el poder y alcance de la bestia insaciable y elocuente que, sin lugar a dudas, definió a su antojo y capricho la memoria de millones de colombianos. Lo más  estremecedor fue regresar a las cuñas radiales en las que se ofrecían recompensas extravagantes para dar con el paradero del personaje y sus secuaces.

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Me bastaron un par de días para terminar el podcast de nueve episodios. El trabajo periodístico además de entretenido es contundente.  En las palabras desbordadas de Escobar, se podían entrever su repertorio de valores, su sevicia para amenazar y también su miedo; cuando sabía que sus días estaban contados. En resumen, Escobar sabía que era un hombre malo, un villano y un bandido, pero su justificación (la maquinación de su moralidad) consistía en sostener que él no era el más malo, el más villano o el más bandido de la historia En su retorcido juicio, el peor (su monstruo) era la policía nacional: su perseguidor muchas veces burlado. No existe un solo criminal en la historia que no cuente con al menos una justificación de su proceder: de esto depende su capacidad de respirar y provocar, de las razones que se da a sí mismo para continuar su falsa gesta. Por supuesto, Escobar no es la excepción, y de hecho fue muy hábil justificándose, por eso es tan fácil que una mirada desatenta (como la del mundo del entretenimiento) lo confunda con una especie de Robin Hood.

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Fue muy hábil justificándose, por eso es tan fácil que una mirada desatenta (como la del mundo del entretenimiento) lo confunda con una especie de Robin Hood

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No obstante, lo más terrible y monstruoso de la historia fue oír el testimonio de “los buenos” y su resignación ante una escabrosa realidad: la caída del capo no hubiese sido posible sin la participación de criminales de la peor calaña; empezando por el Cartel de Cali. Volví a viajar en el tiempo y recordé el proceso 8.000 y al gobierno de Ernesto Samper, empantanado por sus contubernios con los Rodríguez Orejuela. Es probable que uno de los tantos comienzos de los horrores de Colombia, haya sido el día en que el gobierno de César Gaviria cedió su soberanía e integridad, al rebajarse a los carteles de la droga, enemigos de Escobar, para darle de baja. Es entre curioso y aterrador que el asesinato del capo de Medellín, haya significado el ascenso de muchos otros que, sin su demoledora personalidad e inteligencia, supieron ocuparon su lugar. Colombia le arrendó el alma al diablo, quien cumplidamente cada mes viene a cobrar.

Aprendí del filósofo Primo Levi, sobreviviente del holocausto nazi, de lo imprudente y peligroso que puede ser incubar monstruos en simples vientres humanos. El escritor italiano repara en el hecho de que esta fue una estrategia de los alemanes para aparentar que los crímenes deleznables no estaban ocurriendo puesto que el monstruo es un invento, una ficción, una exageración. Es posible que la monstruosidad de Escobar, de la cual se ha desprendido una especie de mitología aberrante, haya sido su forma de redención histórica y sea mejor reducirlo a su condición de psicópata. (No es extraño que aún sigamos jugando su macabro juego). Sin embargo, vale la pena echarle una mirada a nuestro pasado, ahora que soplan los vientos de diálogo con tanto criminal suelto y poderoso, y comprender los riesgos que implica malinterpretar un proceso de paz con un mecanismo absurdo de absolución e impunidad. Ojalá hayamos aprendido que con una catedral basta.

 

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