“Las posguerras suceden a las guerras y las guerras a las posguerras en una continua frustración de la esperanza” (Alain Sicard).
El fenómeno de violencia en Colombia tiene su raíz en los procesos iniciados durante la colonización española, los cuales no concluyen aún, sino que se agudizan con la llegada de la república. La marginación, opresión, pillaje, desplazamiento forzado contra el indígena y el negro encuentran hoy en día su expresión en fenómenos como la exclusión, el despojo de tierras y el saqueo, a través de los cuales se pretende ampliar la riqueza a favor de unas cuantas personas y familias enquistadas en el gobierno.
Sucede que los grandes latifundistas expropian, no compran, sino que desencadenan contra el pueblo la violencia más atroz para obligarlos a abandonar sus tierras y de esta manera extender los latifundios, fue ayer, hoy y ¿mañana? No necesariamente, si la rebeldía y la resistencia también continúan.
La llamada violencia liberal-conservadora fue una guerra no declarada contra el pueblo por las élites de ambos partidos, con participación de la policía y grupos de civiles, armados por el mismo gobierno de turno. Los campesinos fueron obligados a organizarse como respuesta a esta situación como resistencia armada.
El 9 de abril de 1948 se reconoce, como la fecha que marcó el origen de la violencia política y el conflicto económico, social, político y armado que persiste hasta hoy en Colombia. La violencia que afecta a Colombia no es un fenómeno de las últimas seis décadas, sino una enfermedad incrustada en el cuerpo social hace muchas décadas, y demasiadas generaciones atrás, esta viene desde la misma historia patria, desde la creación de la República.
Aunque este escrito, no pretende ser investigación histórica, si puede ir desgranando algunos de los pasajes más aberrantes de violencia en las últimas décadas en nuestro país y las secuelas de esta para las generaciones que han nacido en un país en guerra. En “estado de sitio”, bajo el oscuro cobijo de la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional” y en pleno siglo XXI con la tan cacareada “Seguridad Democrática”, todas juntas han convertido a Colombia en el más grande cementerio de la historia del Continente Americano.
Que más pueden esperar los colombianos, de un régimen que solo violencia, despojo y terror brinda al pueblo, incluso desde los mismos momentos en que nacía como república, en la época de Obando en 1831, después de la muerte de Bolívar, ya lo afirmaba el historiador Juvenal Herrera: “con Obando a la cabeza del Santanderismo en el poder empieza una tormentosa pesadilla cuya sangre nos sigue ahogando hasta hoy. Y es que la llamada época de la violencia, no es más que una refinación de la ya implantada violencia Santanderista.
José Luis Salcedo, historiador venezolano, dice que: “con el santanerismo en el poder nace un régimen de corte presidencial autocrático y feroz que, para sostenerse y perpetuarse necesita de un aparato de fuerza y de terror que gradualmente será institucionalizado como el ejército del Estado” y agrega el historiador, “desde entonces las guerras internas no han dejado de azotar a Colombia”
No hay duda que en nuestro país, con la muerte de Simón Bolívar, surgió un régimen que procedió a exterminar todo el sueño bolivariano y a todo aquel que tuviera relación con el libertador. Hoy, dos siglos después, sigue siendo el mismo sistema opresivo que prosigue con el exterminio de quienes se le oponen, porque el terror de Estado continúa junto con la negación de las libertades, que desde tiempos inmemoriales han decretado los distintos gobernantes que han llegado al solio de Bolívar, no por medio del voto transparente sino desde la corrupción y el despojo y con el protagonismo salvaje de las fuerzas armadas, que desde el principio desecharon sus verdaderas funciones; defender y proteger las garantías sociales, salvaguardar las fronteras de la nación y asegurar las libertades del pueblo.
Por tanto, aquí es preciso tomarle la temperatura a una sociedad que está enferma para lograr curarla, porque de lo que, sí debemos estar ciertos, es que la enfermedad de Colombia es curable y que para tal efecto será necesario extirpar las inequidades sociales y políticas que afligen al pueblo. ¿Quiénes lo harán? Sin duda no la clase, ni los individuos que nos han gobernado hasta hoy, que azuzan, pero niegan el profundo conflicto, ni aquellos que desde las orillas de las aguas tibias retrasan la solución verdadera, que se acomodan a las circunstancias, desde donde siempre buscan negar el fenómeno, creyendo de esta manera poder avanzar en la escala de valores burguesa.
Desde las décadas de los sesenta y setenta no cabía hablar de paz, la lucha era sin tregua y el concepto de guerra debía abarcar todos los campos y recursos. Se consolidó en Latinoamérica “la Doctrina de Seguridad Nacional”, impuesta por EE. UU., a los gobiernos dominados por el imperialismo en la región, con el fin de controlar aún más a los pueblos del continente. De las premisas de esta doctrina proviene el concepto de "enemigo interno", que transgredió el principio humanitario de distinción entre combatientes y población civil, y extendió los objetivos bélicos a combatir el comunismo, a los movimientos de izquierda y a frenar violentamente la protesta social, basados en los principios fascistas emanados de la Escuela de las Américas instalada por EE. UU., en territorio panameño.
Mucho después de la llamada violencia liberal conservadora de los años cuarenta, concretamente en la década de los ochenta se conocen documentos de inteligencia militar, en los que se estipula que: “Centrales sindicales, movimientos populares, organizaciones indígenas, partidos políticos de oposición, movimientos campesinos, sectores intelectuales, grupos juveniles y estudiantiles, asociaciones de vecinos etc., son blanco a destruir, ya que como lo había afirmado por ese entonces el General Luis Carlos Camacho, ministro de Defensa de la administración Turbay Ayala (1978-1982), estos procesos son “el brazo desarmado de la subversión”. Recordemos los más de cinco mil muertos y desaparecidos de la UP (Unión Patriótica) partido político que inició su quehacer por esa época y recordemos también los centenares de víctimas de crímenes de Estado contra toda la izquierda colombiana.
Fue así como a principios de la década de los ochenta, el establecimiento colombiano, junto a (ganaderos, terratenientes, políticos de los partidos tradicionales, empresarios, funcionarios públicos, entre otros) decidieron crear y apoyar grupos paramilitares, lo hicieron con un objetivo de silenciar y exterminar físicamente al movimiento popular colombiano. De esta manera se lanzaron a la aniquilación de sindicalistas, defensores de derechos humanos, líderes populares, indígenas, afrodescendientes, estudiantes, partidos políticos de izquierda, organizaciones sociales y comunidades enteras, lo anterior es el contexto de una guerra sucia, que arrasó igualmente con periodistas, fiscales, jueces, mujeres y jóvenes organizados, entre muchos más.
De esta manera, desaparecía toda posibilidad de oposición distinta a la promulgada por la ideología de derecha que ha gobernado históricamente el país, fue una apuesta estratégica, que en su momento alcanzaron.
Los partidos de izquierda quedaron diezmados o desaparecidos, como por ejemplo la Unión Patriótica. El movimiento campesino fue resentido en sus cimientos; muchos pueblos fueron destruidos y su población desplazada forzosamente a los centros urbanos; los sindicatos perdieron su capacidad de movilización, ya que parte de sus mejores exponentes fueron asesinados y desaparecidos.
El espectro de la opinión pública opuesta a las políticas del establecimiento fue inmovilizado y silenciado por varios años. Un periodo de horror y barbarie que duró más de veinte años, durante los cuales sin embargo se fue gestando nuevamente la resistencia y la lucha de dos nuevas generaciones sucesoras de las generaciones de luchadores anteriores.
Por tanto, estamos ciertos de que en Colombia son múltiples las generaciones que cada década fortalecen la esperanza por una verdadera democracia del pueblo y para el pueblo. Generaciones que han abierto caminos con sus luchas sociales, políticas, filosóficas, e ideológicas, dejando la semilla que es alimentada y fortalecida por las que van tomando las banderas de la rebelión, la resistencia, y el propósito de encontrar el horizonte de libertad que el pueblo ha buscado desde: José Antonio Galán, encabezando la lucha de los comuneros, hasta nuestros días.