Mucho antes del crimen más reciente, el cometido contra Alison, las fuerzas del orden, cualesquiera que hayan sido sus formas a lo largo de la historia, habían ya impuesto la obediencia para que la mujer fuera a al rincón de la sumisión y allá se quedara. La fuerza pública en Colombia parece haberse propuesto demostrar que el grito de batalla chileno de Las Tesis, “¡el Estado opresor es un macho violador / el violador eres tú!”, sigue siendo más válido que nunca.
La vida destrozada de Alison Meléndez en Popayán es la parte visible de una realidad subyacente mucho más sólida, enorme, extendida y aterradora. Lo que permanece bajo el agua y oculto a la vista es todo un ordenamiento del mundo que pone en el centro, en el lugar privilegiado lo varonil, lo masculino, como eje en torno al cual se construyen las dinámicas de construcción de identidades, de socialización, de adjudicación de lo justo y lo injusto, de constitución de mentalidades que ante el crimen cometido contra una muchacha solo atinan a preguntarse si acaso esa denuncia es veraz.
Han pasado ya varios años desde el 2004, cuando Amnistía Internacional presentó su informe Cuerpos marcados, crímenes silenciados, mediante el cual expuso a la luz pública las dimensiones de los crímenes contra las mujeres en el marco del conflicto armado.
Es posible que, desde antes de la fecha de ese informe, e incluso otros publicados más recientemente, persiste, con una fiereza que parece incrementarse a medida que las mujeres se siguen afirmando como sujetos de derechos; el patriarcalismo que sigue extendiendo sus tentáculos a todas las áreas de la vida.
El crimen cometido contra Alison es una muestra más de la presencia del patriarcalismo como su determinador. Sin duda se ha avanzado un trecho considerable en el reconocimiento de la mujer como sujeto de derechos, como actor social y político y como sustentadora de la vida más allá de esencialismos que subrayan ese papel confinándola a lo doméstico. Quizás por eso, el machismo reacciona apelando a otra estrategia largamente sostenida, a saber: la de reducir el ámbito de acción de las mujeres-en-tanto-actor-político a las fronteras de la obediencia a la que insistentemente se busca confinarlas y darles un lugar, pero si no molestan.
La desobediencia, pues, se castiga severamente. La historia humana está marcada por los castigos implacables a la desobediencia de las mujeres.
Una muchacha de 17 años sale a caminar, confía en que su condición de ciudadana la protege, pero las fuerzas del orden, esto es, del orden patriarcal, consideran su presencia en la calle una afrenta a ese orden. Alison ha desobedecido. Ha roto con lo estipulado por el patriarcalismo dominante que predica que, en tanto las calles de Popayán sean teatro de las protestas ciudadanas, las mujeres han de mantenerse tras las puertas cerradas de sus hogares. Alison salió. Alison desobedeció. Alison ya no está con nosotros. Tras haber sido agredida sexualmente por cuatro policías, Alison dejó constancia en su muro de Facebook lo que años antes había ya llorado Francis Cabrel en una de sus canciones: “Ella dice que la vida es cruel, ya no creyó mas en el sol ni en el silencio de las iglesias.”
La violencia es el arma que se sigue blandiendo en contra de las mujeres. Y con mayor saña, en contra de las que desobedecen y tienen una voz propia.