Decía José Ortega y Gasset que “hay tantas realidades como puntos de vista. El punto de vista crea el panorama”. Si aceptamos lo que plantea, bajo la lupa de lo que ocurrió el 15 de diciembre en el Pascual Guerrero, la realidad que se percibe da cuenta de un panorama completamente desalentador: negro por donde se lo mire. Todavía más, amigo lector, cuando el Ministerio del Interior, siguiendo instrucciones del presidente de la república, desea sacar a la fuerza policial de los estadios.
Esta es una medida que se debe debatir desde muchos puntos de vista, pero apenas voy a abordar dos. En primer lugar, hay que preguntarse si es legal que la seguridad privada haga de policía, sabiendo de antemano que es lo que se desea desde el gobierno: que los clubes colombianos paguen su propia seguridad dentro y fuera de los estadios.
No es esta propuesta, en segundo lugar, una manera de lavarse las manos, de quitarse cualquier responsabilidad gubernamental frente a la violencia que hoy persigue al rentado nacional. Este es un interrogante que también deja mucha tela para cortar, entendiendo el talante progresista de las decisiones que se toman desde palacio.
Sin duda alguna, lo que se avecina para la Dimayor no es nada fácil de digerir, porque siempre esta ha contado con la ayuda policial, aunque el problema se haya mantenido o los desmanes de los barristas sea una muestra de la falta de garantías legales para contenerlos.
Hay que entender que si a duras penas la policía puede repeler los ataques de los desadaptados –llámense estos por otros nombres como capuchos, Primera Línea, barras bravas, ciudadanía intransigente, en fin–, ahora qué puede hacer un grupo de seguridad privada enfrentado a una horda de mal llamados hinchas. No hay nada que le garantice alguna protección frente a cualquier procedimiento que obligue el uso de la fuerza.
Desde un punto de vista constitucional, ninguna empresa de seguridad está facultada para realizar la difícil labor de policía. En ese orden de ideas, todavía no es muy claro lo que se pide al quererlas contratar para un espectáculo como lo es el fútbol. No faltarán los que a través de demandas busquen algún beneficio si esto se llega establecer, conociendo la sociedad garantista que es la nuestra, en donde el bandido es bueno y el bueno es malo.
¿Será que esta posible medida lleve a que el Estado se desligue de cualquier responsabilidad frente a lo privado, desconociendo la seguridad de las personas que puedan sentirse acosadas adentro y afuera de cualquier estadio? Yo creo que sí: es una forma de desproteger a lo privado, pero sin que se responsabilice al Estado de cualquier incidente violento.
Si la cuestión pasa por una medida progresista, pues Colombia va de culo para el barranco como se dice en mi pueblo. ¿Es que se busca crear una cultura pacifista con el barrista, cuando su enemigo común es la hinchada de sus eternos rivales y siempre ha faltado a su palabra de no hacer daño? Los ejemplos son muchos, así que no se puede experimentar con la tranquilidad de aquel que quiere ir a ver a su equipo, pero con la garantía de regresar a su casa.
Cali no se merece más actos violentos, los cuales se agudizaron después del Paro Nacional y a la fecha son muestra de la anarquía que allí reina. Anarquía que fue patrocinada por el alcalde de entonces –Jorge Iván Ospina–, y que por lo que se ve quiere reinar si la policía se va de los escenarios deportivos.
En conclusión, creo que todo esto se resuelve con leyes, garantizándole a la fuerza pública su labor y sus procedimientos, tal como pasó en Reino Unido con los Hooligans. Bajo el gobierno de Margaret Thatcher –tengamos en cuenta la sanción que recibió el futbol inglés a causa de los desmanes ocasionados por hinchas del Liverpool en la final de la Copa de Campeones de 1985–, Inglaterra persiguió a los violentos con mano de hierro, hasta el punto que se erradicó cualquier acto desmedido provocado por estos. ¿Estará dispuesto Petro a perseguir a los que bandalizan las calles de Cali? Cada quien es libre de contestar como quiera.