No se trata esta vez de adentrarse en los orígenes de la violencia en Colombia, al menos la de los últimos doscientos años durante los cuales se gestó la República, ni de bucear en la semilla de los movimientos guerrilleros, que ya incursionaban como tal desde la misma campaña de independencia de la corona española.
No se analizarán en detalle todas las conflagraciones que abrieron el Siglo XIX con la guerra mencionada, siendo caracterizado por distintas confrontaciones civiles, muchas de ellas con tintes religiosos, para cerrarse con la Guerra de los Mil días con la que además se inauguró el Siglo XX, en el que a su vez se produjeron como nunca enfrentamientos partidistas azuzados muchas veces desde los mismos púlpitos, hasta derivar en la Violencia recrudecida a partir de 1948, incrementada hacia los años 60 con la aparición de todos los grupos guerrilleros de los que actualmente se tiene noticia.
Tampoco se busca detallar los pormenores de las pugnas armadas con las que se cerró 1999 para empezar el Siglo XXI, en cuyos inicios no menguó la violencia guerrillera, ni la paramilitar, ni la producida por el narcotráfico, y menos la generada -para completar- por la delincuencia común y la corrupción rampante en cuanta institución tiene establecido el Estado, (la intimidación más peligrosa de todas), panorama este que demuestra todas las oportunidades que la sociedad radical y espiritualmente enferma le ha dado a la violencia, y que dos centurias después pretende terminarse estableciendo los cánones de nuevos horizontes, que por novedosos, en un país curtido en eliminar las diferencias exterminando al contrario, genera en consecuencia la prevención y los argumentos de los ortodoxos, empecinados en buscar señales y pesadumbres para que este marco de intimidación no se termine, o al menos, según esos conceptos, para que se ejecute bajo directrices que establezcan mecanismos jurídicos que conlleven a una paz pagando un precio, representado en el castigo sin atenuantes para quienes sometieron a la sociedad a toda clase de vejámenes, atropellos y delitos, ignorando eso sí los cometidos por la otra parte del conflicto, como si aquellos no se hubieran promovido por todos los actores de la guerra mientras defendían o buscaban imponer sus propios intereses, visiones e ideologías, contrarias y enfrentadas a muerte al parecer de manera irreconciliable.
‘’Más vale guerra conocida que paz por conocer’’ pareciera la invocación de quienes pretenden darle más oportunidades a la violencia centenaria que ha regido los destinos de la Patria intentando encontrar su verdadero rumbo, sin considerar que los conflictos y sus funestas consecuencias no germinan solos, ni aparecen por encanto en los anales de la historia, al ser frutos de la ceguera intelectual y la exclusión de sectores marginados, y de un inadecuado manejo e interpretación de todos los procesos sociales, que hundidos en la discriminación e inequidad, padecen o imponen la injusticia a partir de la cual se pierden todas las posibilidades de una convivencia pacífica y edificante.
Las conflagraciones bélicas, generalmente son el resultado de un caldo de cultivo proveniente del abuso, la extralimitación, o el ejercicio exorbitante de posiciones dominantes, que al no escuchar el clamor del descontento y de las voces que se sienten oprimidas o violentadas, aprietan los torniquetes que alimentan su propia comodidad y su codicia, desencadenando con el tiempo reacciones que sus propias actitudes originan, para que tras años y décadas de conflicto terminen por desconocerse, confundirse u olvidarse sus semillas, desatadas las tropelías que desde varias direcciones ejecutan todos quienes terminan involucrados en la contienda, viciada ya por infinidad de delitos y de abusos cometidos en defensa de los propios intereses en razón a particulares fortalezas y debilidades, con el argumento de mantener el orden, la institucionalidad, y el Estado de Derecho en el que se alinean unos, o enfrentar la injusticia, el abuso de poder, el cercenamiento de los derechos individuales y colectivos, o la falta de oportunidades y de legislación adecuada y oportuna en el que se alinderan otros.
Y de ese caos, desencadenado por no atender a tiempo las razones individuales y colectivas que construyen una sociedad fundamentada en la equidad y la justicia, meta válida de los ciudadanos en general y del propio Estado y su clase dirigente en particular, se deriva la pérdida de la paz y del progreso integral y armónico de una nación entera, olvidando que quien tiene la sabiduría, el poder y los recursos es el llamado a delinear y velar por el bienestar de todo el conglomerado, conduciéndolo al desarrollo y al progreso integral y humanista, que una sana y eficiente administración genera para los ciudadanos.
Es verdad que la respuesta violenta a las diferencias con que cada día acomete la existencia constituye en cualquier caso un camino equivocado y funesto, cuyas consecuencias en el tiempo resultan difíciles de prever pero sí de presumir, pues bajo las leyes de la guerra desatada donde todo vale es imposible blindar la lucha armada de racionalidad y de cordura, nutrida así de los excesos y desafueros que la confrontación impone, al inducir el acometimiento de iguales o mayores tropelías que aquellas que se pretendía enfrentar o combatir.
Así mismo es cierto que en una cultura de paz y convivencia deben prevenirse los conflictos y atenderse en forma oportuna y adecuada para minimizarlos y construir su arreglo en forma debida, convirtiendo a los ciudadanos no sólo en el componente que protesta y reclama resultados, sino en parte activa de la formulación y encuentro de soluciones claras y objetivas, de forma que la intolerancia o el sesgo frente a ellos no los conviertan en el germen de posteriores luchas intestinas, en las que sólo la muerte, la desolación, el desarraigo, el sufrimiento y la injusticia reinan, y en donde la paz y la tranquilidad ciudadana para avanzar adecuadamente hacia el futuro resultan gravemente afectadas, generando un círculo vicioso de odios y retaliaciones del cual luego es muy difícil resurgir.
Si bien la historia de la humanidad está llena de violencia y de guerras en apariencia justificadas por sus actores, no es menos cierto que ellas han sido el resultado de la aplicación de la codicia y la soberbia por parte de quienes a ellas inducen, unos por defender posiciones encumbradas logradas no siempre de la mejor manera, y en la mayoría de ocasiones obtenidas mediante atropellos cometidos pública o ladinamente según la conveniencia; otros por abarcar más de lo que la prudencia aconseja acumulando poder y riquezas que superan lo deseable o lo debido al anteponer su propia ambición individual o colectiva sin miramientos ni restricciones y pasando por encima de todo lo que se oponga u ofrezca resistencia; unos más porque envueltos en las tropelías reaccionan con violencia argumentando la defensa propia que desencadena luego sistemas complejos de retaliación y de venganza que degradan profundamente la conflagración; y están todavía quienes consideran que a través de la violencia se escribe la historia, que ella es parte natural de la naturaleza humana para producir invaluables rendimientos y conquistas, y que la ley del más fuerte y del que sobrevive ha permanecido inalterada desde el origen de los tiempos, por lo que no hay por qué modificar una situación donde siempre perecen los más débiles y quienes no logran embaucarse en alguno de los emprendimientos guerreristas, que otorgan en el tiempo la condición de héroes o señores poderosos y socialmente reconocidos a quienes se considera triunfadores de la guerra, bajo el punto de vista erróneo que da más relevancia al tener que al ser, y donde poco se cuestionan los medios y los métodos utilizados para alcanzar los fines pretendidos.
Pero a partir de la consideración de que la guerra o la paz son una decisión que nace desde lo personal hasta abarcar lo colectivo, las consecuencias de escoger una u otra son la que afronta en el tiempo cualquier sociedad que las elige, pues mientras en la primera son perceptibles los niveles de deterioro social y de parcializada e indebida concentración del poder y la riqueza, conformando un entorno donde abundan los padecimientos, el terror y la desesperanza entre los pueblos humillados y sometidos, la segunda tiene como fundamento la justicia y la equidad que producen adecuados espacios de convivencia y tolerancia, y la armonía y plenitud alcanzadas en todos los órdenes permiten el crecimiento integral del individuo y de la comunidad, generando niveles de desarrollo y prosperidad de beneficio común, que engrandecen la esencia y espiritualidad del hombre y de la sociedad a la que pertenece.
El precio de la inequidad y la injusticia necesariamente conduce a la pérdida de la paz y la armonía, y su restitución pasa por la evaluación de las causas que la originaron; su reconocimiento y aceptación por cada parte en conflicto de manera sincera y honesta; el planteamiento adecuado y persistente de las soluciones que conducen al saneamiento de las causas que originan y mantienen la irregular conducta; la implementación sistemática y continua de las soluciones formuladas para resolver todas las diferencias; el compromiso serio y sustentado de cada una de las facciones para no reincidir ni en forma directa ni indirecta en actividades ilegales, inmorales, o socialmente condenables o inequitativas; la voluntad de velar por el cumplimiento de los compromisos adquiridos, renovar las actitudes y comportamientos que desencadenaron y mantuvieron la conflagración; para contribuir finalmente desde todos los ámbitos a edificar un nuevo comportamiento individual y colectivo, que contribuya de forma y de fondo a la construcción de una sociedad donde prime la tolerancia, la solidaridad, la equidad y la convivencia, conceptos fundamentales de un entorno donde reina la justicia que conlleva a una paz fortalecida y duradera.
Y conciliar esos aspectos aparentemente irreconciliables, es la tarea de trascendencia que debe acometer la sociedad en cabeza de sus líderes, si la pretensión es trazar los lineamientos de un futuro próspero y armonioso en el cual la diversidad y la diferencia no constituyan motivos para eliminar al o a los contrarios e imponer la hegemonía de un solo criterio anulando otras facetas o exterminándolas, pues las décadas de violencia y todas las guerras que la humanidad ha vivido, demuestran que no es el dominio de una visión sobre las demás la que debe primar para invocar y decidir el camino de la justicia y en consecuencia el de la convivencia y el progreso, sino el encuentro de soluciones, planteamientos y acuerdos mancomunados lo que permite devolver la confianza a una humanidad que desee recurrir al plan original de libertad, integridad y dignidad con el que fue creada, para darle impulso y permanente viabilidad a los valores y principios que para su bien deben regirla.
En caso contrario, no queda sino aceptar como menos onerosa y más conveniente la alternativa de la lucha armada como un continuo círculo vicioso del que no se saldrá nunca, y construir una sociedad para la guerra permanente, en la que sólo cambiarán cada vez los motivos o las causas para seguirla sosteniendo por generaciones, atentando de esta forma contra la justicia que debe buscarse y establecerse desde el mismo carácter individual como línea de conducta, para que los beneficios particulares y colectivos de una paz verdadera y prolongada lleguen por añadidura.
En consecuencia, puede decirse que mientras cada cual no tenga paz en su interior y no la cultive desde la intimidad de su conducta buscando primero y en todos los casos la justicia, difícilmente podrá generarse la paz colectiva que como letanía se anhela y se predica, pero que sin efectos prácticos no constituye sino un llamativo discurso.
Porque la paz no consiste solamente en firmar un tratado que induzca la dejación de las armas y las actividades delictivas que someten, humillan y asesinan. Los acuerdos y los documentos donde estos constan, apenas constituyen el comienzo de un compromiso social que redunde en un cambio generalizado de actitud y de conducta, a partir de las diferencias y divergencias propias de la naturaleza humana.
Por ello la reconciliación es el ámbito que desde lo personal cultiva la justicia, decide por el amor, camina con esperanza, decide por el perdón, construye una personalidad y una sociedad que impulsa esos valores y los practica, y conoce definitivamente que la paz o la violencia, como el amor o el odio, la justicia o la inequidad, la honestidad o la corrupción constituyen d e c i s i o n e s que se toman desde lo individual hasta conformar lo colectivo, y por tanto son condiciones que s e c o n s t r u y e n a través de los actos y las gestiones ejecutadas cada día.
Un gobierno corrupto como una sociedad enferma son el reflejo y la consecuencia de la manera como cada cual aboca al mundo, en la concepción y desarrollo de sus propias actuaciones. Un pueblo corrupto tendrá gobernantes corruptos, y las cárceles llenas y los juzgados atiborrados, sólo demuestran la mentalidad de bandidos y criminales que conviven en una colectividad donde cunde la desigualdad, el atropello y la violencia, y donde sólo importa surgir sin importar a quien se atropelle o se reduzca, apartando de toda consideración el sitial donde gobiernen los sabios y los justos, para desbordarse impunemente por el caño de la perversión y del delito.
Así que para generar la paz y la prosperidad que todo pueblo anhela o se merece, no bastan las firmas, los armisticios, y las intenciones plasmadas en acuerdos y documentos, pues estos deben convertirse en letra viva para lograr adecuadamente el cometido, y como tal deben tomarse apenas como el punto de partida, para que cada cual contribuya a labrar el camino que derive en una paz edificante y duradera
El reto es tomar una decisión que permita vislumbrar las perspectivas del futuro. La de enredarnos en las tramas del pasado para que la violencia que ya ha tenido sendas oportunidades no termine nunca y continúe patinando en sus intereses y enredijos, o la que desate senderos y procesos que forjen los tiempos donde reine la avenencia y la ecuanimidad, que al construirse y mantenerse generen la renovación individual y colectiva a la que deberíamos apuntarnos como nación y como pueblo, para que existan de verdad espacios de desarrollo integral y progresivo en los que se respete la vida, y en los que existan oportunidades para todos.