Está de moda la violencia de género. Está de moda no como práctica sino como concepto. Y es que ahora a todo le meten género. Pasa cualquier cosa y el primer culpable es el machismo, la inseguridad masculina, la idea de posesión amorosa, el desequilibrio emocional. En Centroamérica, por ejemplo, el llamado “feminicidio” es uno de los problemas más graves de la sociedad. Eso dicen, al menos.
Pero la verdad es que el feminicidio no existe. Y si existe, es un fenómeno de una envergadura muchísimo menor a la que parece tener. Específicamente, el feminicidio se ha definido como el homicidio de mujeres por su condición de mujeres. Pero nadie mata a una mujer solo por ser mujer. Las matan por infieles, por lesbianas, las matan por prostitutas, por quitarle el novio a la amiga, las matan por chismosas, las matan por pobres, por negras, por indias, las matan por cuestiones mucho más específicas que el simple hecho de ser mujeres. No estoy justificando absolutamente nada, aclaro. Solo quiero dejar dicho que en la mayoría de los casos el móvil de los asesinatos no es la condición de género de la víctima, sino cuestiones personales que trascienden la sexualidad.
En Colombia, por ejemplo, se habla todos los días de los ataques con ácido. El caso de Natalia Ponce ha reavivado el debate sobre la utilización de agentes químicos en ataques personales. La historia siempre es la misma: Un tipo que está loco por una vieja, la vieja no le para bolas y el tipo le destruye el rostro arrojándole un químico altamente tóxico. Pero no es tan así. En un artículo publicado en este mismo medio, se da cuenta de que, de 2004 a 2014, 926 personas han sufrido este tipo de ataques. Solo 471, un poco más de la mitad, son mujeres. No tendría sentido llamar violencia de género a un fenómeno que aqueja, casi por igual, a ambos sexos. Si vamos a los atacantes, encontraremos que muchísimos son, precisamente, mujeres. No se le llama racismo cuando un negro mata a otro negro.
Así mismo ocurre con los populares “manoseos” en el transporte público. No es común que a uno, de hombre, una mujer le mande la mano a las partes íntimas. Me arriesgaría a decir que no lo es porque tenemos en nuestra sociedad una percepción equivocada del poder de cada uno de los géneros. Una imagen distinta de lo que hacen los hombres y de lo que hacen las mujeres. Se percibe que el hombre tiene poder y la mujer no. Es una clara muestra de machismo, de sexismo. Pero es una cuestión cuyo origen trasciende el debate de género y se instala más bien en el territorio de la cultura y las costumbres. Me explico. A una vieja no le tocan la cola porque sea vieja, sino porque el que se la toca es hombre y el hombre cree que la mujer no le va a decir nada. O si le dice, pues se baja en la siguiente estación y ya está.
Lo que quiero poner sobre la mesa es que existe una cultura del más vivo, atizada por la inmensa impunidad y por prácticas culturales y familiares que moldean las mentes de los ciudadanos. Y que esa cultura de malandros es la causante de la mayoría de acciones que se identifican erróneamente como violencia de género.
¿Por qué tanto embeleco con la violencia de género? Esta es una sociedad demasiado enferma. Es una sociedad tremendamente violenta e intolerante. Ese es el sustrato de todo crimen. Pero aquí preferimos buscarle la quinta pata al gato antes de curarle las otras cuatro. Se llama hipocresía, porque cuando no se quiere actuar para corregir una situación, lo mejor es ponerle otro nombre y dejarla para después. Hace falta contrastar los países más violentos con los países con índices de violencia de género más alarmantes. Son los mismos, miren a Centroamérica. La violencia de género no existe, existe la violencia, simple, añeja y cruda.
Camilo Andrés Acosta
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