A los 5 años de haber nacido en Bogotá, mis papás decidieron que nos íbamos a vivir a un pueblo de el que se sabía muy poco, casi nada: Villa de Leyva, a los nativos no les gustaban mucho los visitantes y menos si eran hippies, una vez amanecimos con un charco de sal en la puerta. El mensaje era claro, devuélvanse por donde vinieron. Corría el año 1982.
Igual nos instalamos y la gente nos aceptó conforme pasó el tiempo, estudié casi toda mi primaria en la escuela pública y tuve esa infancia que a los cuarentones hoy les encanta recordar, jugar fútbol hasta por la noche, treparse a un árbol a arrancar fruta (pomarrosas y manzanitas), tener un perro sin humanizarlo. El pueblo entero era mi zona de juegos de conjunto cerrado, era Heidi corriendo libre por la pradera, -tenía hasta el mismo peinado.
Se vivía de sembrar cebada, cebolla y trigo, las casas eran antiguas de verdad, portones viejos y paredes gruesas con polvo pegado a las paredes blancas, (ahora todo es imitación de eso, pero con ventanales de aluminio, cámaras de seguridad, jacuzzis y en vez de polvo en las paredes, sendos televisores LED gigantes incrustados).
Se conseguía comida “orgánica” sin saber que era ese adjetivo calificativo en la plaza de mercado a precio de comida fumigada o sea, barata. Cuando sonaban las campanas de la iglesia de la plaza como a las 5 y media de la tarde, se iba a la cafetería contigua a esa iglesia a comer arepa de queso con masato. En resumen, una apacible vida de pueblo.
En el 89 se acabó la utopía para nosotros y nos devolvimos a Bogotá, pero quedamos con una casita en alquiler para ir regularmente y pude ver de primera mano, ya en los noventa, como empezó a llegar más gente de Bogotá a “coger de parche” el pueblo para consumir hongos alucinógenos que crecían en cualquier potrero que tuviera vacas.
Se grababa para TV en las calles y casas una serie histórica llamada “revivamos nuestra historia”, donde María Eugenia Dávila y Luis Fernando Montoya (Manuelita Sáenz y Bolívar en sus personajes respectivamente) se pegaban unas fiestas de padre y señor mío con show público incluido. Y después más gomelos y más farándula criolla (los nombres me los reservo porque tengo entendido que aún tienen pulso y respiran) de esa época llegaban a lo mismo: a consumir hongos, trago y perico. La psicodelia cundiboyacense, sumercé.
Igual para un buen grupo de amigos, amigas y exnovias mías el pueblo era aún de cierta manera nuestro tesoro escondido, cuando nos da por recordar lo vivido siempre coincidimos en esa magia única de Villa de Leyva, es difícil explicar esa sensación, pero son pequeños detalles que forman el recuerdo entero: el olor a eucalipto, el sabor anisado del aguardiente ónix sello negro, el polvo, las piedras de sus calles, las fogatas en el desierto de la Candelaria, uno que otro ovni, en fin, puras nostalgias personales.
En los festivales de luces se llenaba la plaza central obviamente, pero en este mes de diciembre tuve que frotarme los ojos cuando vi este video en Tik Tok
¿Qué carajos pasó? ¿Qué estaban regalando, plata? Era un show de drones, no se iban a presentar los Rolling Stones gratis, pues. La hiperfama del pueblo está salida de madre hace un buen rato, donde había vacas y hongos ahora hay condominios de casas “desde $ 865 millones” dice un folleto que vi.
Maravilloso por los viñedos que hay ahora, por los doscientos hoteles mal contados que existen, por cobrar $20.000 por un tinto y de ahí para arriba cualquier cosa. Villa de Leyva hoy, es un solo centro comercial colonial estrato 25 a cielo abierto, eso es gentrificación pura y dura.
¿Les parezco un pendejo nostálgico que añora tiempos pasados?, seguramente, pero más pendejos los que llevan 10 meses del año en trancones y apretujados en estaciones de Transmilenio en Bogotá, y van a Leyva a desmayarse por lo mismo. Que sadomasoquismo tan atorrante.
Y para rematar, el alcalde sale hablando sobre el éxito del festival de las luces y de fondo la plaza con la gente asfixiándose. This is not Columbia, this is Colombia.
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