Uno se incomoda a veces con la vieja. Y le enrostra que fume tanto, que sea de una frugalidad brutal, que tenga hijos preferidos, que abuse del café, que no vea a los médicos con regularidad, y, en sentido general, que su bondad se avecine a lo temerario.
La vieja, en cambio, quisiera verlo a uno lejos de la política, de ciertas amistades, de algunas mujeres pasadas y, si fuera cosa de reincidir en los negocios del amor, es decir, que vuelva uno a perder la razón, a las del porvenir, ¡carajo!
'No manejes cansado, no bebas, no leas tanto, come más', hacen el habitual etcétera en boca de la vieja. Quiero decir, hay objeciones de ambas partes. Pero al margen de ellas, el amor de una madre, en mi caso, de una madre pobre, como solía jactarse el poeta, es un amor sin fondo y sin condicione. Sin peros de ninguna laya, sin apellidos, sin esperar a cambio más que joderse cuando, pongamos por caso, le toque a uno viajar fuera del país.
Madre desconoce, por supuesto, que no es solo ella la que se hunde en cada despedida, en cada llamada desde la lejanía, y que si, por ejemplo, es ella a quien le toca cruzar el Atlántico, la tristeza puebla a uno de sombras grises y de preguntas y de autoincriminaciones y de lágrimas y de recuerdos y de abismos. La vieja desconoce, y Dios quiera que lo desconozca siempre, que en cada tecla y en cada sílaba de estas reflexiones hubo nostalgias, y que el llanto le nubló a uno este jueves puertorriqueño.
Para la vieja es cosa de vida o muerte saber que uno tiene gripe. O enterarse que alguien te ha pagado mal, en cuyo caso lo borra de su vida para siempre jamás, con la cerril determinación de una Leo. Basta que encienda “una cigarreta” y que mire el humo a la distancia, con los ojos amarillos, que sus manos pequeñas “prenda un bizquere de birra", y todos comprenden que la doña amaneció con los diablos encabritados.
Madre, como quiera, es un concierto. Y pese a las miserias pasadas, pese a las camisas que debió planchar en la casa de Don Quico Castro, en El Seibo de los setentas, pese a nuestro piso de tierra en Hato Mayor, pese a sus rifas de domingo, pese a que para ver el Show de Johnny Ventura tenía uno que desplazarse hasta casa del cabo Núñez (si Amadito se levantaba de mal humor y nos mandaba al diablo), pese a la pobreza, en general, puedo asegurar a la distancia que esa vieja me hizo rico desde siempre, desde diciembre del 75, desde Dios.
A nosotros pudo habernos faltado la nevera, o la bicicleta, o la inscripción en el Colegio de las Monjas. Pero nunca faltaron afectos. Aquellas tías metidas en la cocina desde temprano, lavando los platos con agua tibia, mientras Salvatore Adamo lloraba “Si vos te vas, mi amor si vos te va…”, aquella abuela pagándonos cinco centavos para ayudarla a encontrar el cachimbo perdido, incluso el tío Quico y su bicicleta 28, sus colonias Aqua Velva, los vecinos, el cabaret de Bienvenido, donde Antonio Caban Valet (El Topo) cantaba o lloraba “Celina, Celina, Celina, Celina, quien te dio esa flor, me la dio Cupido en prueba de amor..”, óigame, de que fuimos ricos, lo fuimos.
Gracias al cielo tuvo uno mejor suerte que Al Pacino ( junto a Robert De Niro, el más grande ganster italiano que jamás haya pisado un plató) quien se queja en sus memorias, de reciente publicación, de que su madre, derrotada por la pobreza, que murió antes de que él alcanzara la fama. Lo mismo que Óscar de la Hoya, uno de los más temidos campeones de boxeo de cualquier época, cuya madre también sucumbió antes de que su hijo se convirtiera en 'el Golden Boy', haciendo babear a su paso a las mujeres, y sometiendo casi a cualquier oponente que osara desafiarlo. Pacino, siguiendo con las madres, habla del misterio de su abuelo, llegado huérfano y con cuatro años a Estados Unidos quien, al momento de morir, hablaba en siciliano con la madre que jamás conoció.
Y es el caso de que se pregunta uno si debe ser llamado “amor” lo que se siente por esas mujeres menudas, morenas, resueltas a entregarnos el alma. Tal vez no. A lo mejor que esa palabra, o cualquier otra, no sirva para nombrar lo que se siente cuando se las deja, con el alma en pedazos, con la sal de las lágrimas, porque el chofer te llama, y tú con las maletas, el ticket y el pasaporte, temes mirar atrás para no hundirte con ella en un llanto sin fin, en un abrazo caliente…en una tristeza honda, como el mar que los ha de separar.
San Juan, P.R, mayo 31, 2o15.