Repugna e incendia tanto Álvaro Uribe con sus cruces a cuestas instruyendo el toque de queda y la represión, como Timochenko apoltronado y a sueldo, pasándose de cretino en cuanto al reclutamiento y modalidades de esclavitud de niños durante años en las Farc. Son los mismos de cualquier periódico de ayer, lanzallamas y nocivos.
Pero es que es la vieja anormalidad —no el mediocre y conveniente recurso oficialista de una nueva normalidad— lo que se agita en el país; está en erupción e insaciable deja al paso su estela de cadáveres, de garrotes, tergiversaciones y atropellos.
Aquí la anomalía es cotidianidad, el mejor plan es improvisar y muchas cosas, como en cotos de caza, comprueban tener más valor muertas que vivas. Los asesinados de antes abren paso a los de ahora, la fórmula se mantiene inmodificable y bestial en el sentido de que “el mejor comunista es el comunista muerto” y aquí comunista se acomodó toscamente como sinónimo de terrorista y de terrorista termina acusado todo aquel que alce la voz o la mano, quien sacuda una idea, reclame su tierra arrasada o interrogue acaso acerca de la desaparición de los hijos.
El país del futuro ofrecido en frases de manual avanza con éxito hacia su peor pasado. Aunque todos piden perdón, porque el perdón se volvió gratis, nadie suelta una verdad, ninguno está dispuesto a dar ni mucho menos a ceder. Los de siempre, los que conocen de vieja data cómo obtener riqueza y beneficio electorero del caos, los que entienden que el desconcierto es un escalón útil para otras conquistas, tensan la cuerda ahorcando a una sociedad hastiada. En realidad, parecen decir que a pesar de la sangre hervida en la violencia hay una guerra civil aplazada; una guerra en donde el opositor no exista más, no ocupe espacio ni tenga tiempo.
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De todas las orillas se llama a alzar machetes, la consigna es eliminar cualquier refutación ideológica o social, incluso el escueto descontento
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De todas las orillas se llama a alzar machetes, Hutus contra Tutsis, la consigna es eliminar cualquier refutación ideológica o social, incluso el escueto descontento. No hay lugar para la tregua. Tal parece que hubiera gente de descarte; que sobraran pobres, indios, campesinos, trabajadores, estudiantes, negros, o todo aquel que no se enfunde un uniforme de uno u otro bando. El centro está vetado, también es objetivo en la mira.
Crece la represión y recibe combustible mientras aumenta la decepción colectiva, así es que a pesar de que en un tiempo escalaron notablemente en civilidad, la policía y el ejército marchan hacia su peor y más vieja versión. Es como si estuviera de regreso un facsímil del Estatuto de Seguridad, la fórmula excepcional del estado de sitio que estremeció y golpeó durante cerca de cuarenta años continuos en un país que, en todo caso, mantuvo y ha entronizado una democracia de viento y polvo.
La receta, o mejor la única receta gubernamental del confinamiento, amparada en crear terror al virus, promotora del apartamiento de la gente en casa (lo dijo esta misma columna repetidamente desde el mes de marzo), no daba más que para echar a lugares de zaga en la historia las libertades civiles y múltiples conquistas en derechos humanos. Del más demócrata al más abusivo, en Colombia los gobernantes se dieron regodeo hundiendo a la gente en la televisión mientras en todo el territorio no cesaban los ácidos arrasando pueblo, privilegiando a privilegiados, matando y descarnadamente pasando a otra página.
Aún amenazan con hacerlo si el virus crece o la protesta colectiva persevera; sin embargo, ninguno explica cómo es que habiendo acudido de manera enegúmena a las cuarentenas y encierros humanos más largos comparativamente con esta misma fórmula en el planeta, el país está entre los primeros lugares de muertes y contagio, y esto tan solo a causa del virus, porque de muertos por la enfermedad de la violencia se siguen llenando sepulturas.
En algún tiempo no hace mucho los delincuentes se notaban por las máscaras. Hoy, enfundados en mascarillas simbólicamente representativas de obligado silencio, somos la mayoría una enorme masa a la que están asaltando.