Dentro de los múltiples efectos que trae la pandemia del COVID – 19, en estos tiempos de cuarentena es muy recurrente escuchar, primero, en los medios de difusión masiva y, luego, en cada una de nuestras casas frases como “la vida va a cambiar” o “la vida ya no va a ser la misma”. Sin embargo, en la cabeza de ningún ciudadano asustado se piensa que los cambios sean tan personales y en tan poco tiempo.
Mi núcleo familiar es el único, de los descendientes directos de mis abuelos, que reside desde hace más de 20 años en la capital; mi papá trabajando en la construcción y mi mamá, en un principio, en la estética y la belleza. En cuanto a mis tíos, ellos trabajan desde pequeños en la sabana sacando papa y regando los herbicidas necesarios para la cosecha, y esa es la labor que decidieron para ganarse la vida. En ese orden de ideas, para mis primos está dentro de lo normal ver a su papá cada mes o dos meses, en cambio, para mí es normal ver a mi papá en las mañanas durante el desayuno y en las noches, cuando llega de trabajar, en la cena.
Sin embargo, con la extensión de la cuarentena, en casa se comienza a pensar que la comida no es eterna, las obligaciones no esperan y el dinero se va con mucha facilidad. Obligado por las circunstancias, mi papá toma la decisión de irse con uno de mis tíos a sacar papa, pasar dificultades, no dormir muy bien, comer medianamente, estar casi todo el día bajo el sol y ganar algo de dinero para nuestro sustento.
Aquí es donde cobra sentido la frase “la vida va a cambiar”, ya que se habla de la higiene, la economía y hasta el transporte, pero cuando la única cercanía familiar y personal se ve atropellada en poco tiempo, no se tiene ningún referente psicológico por parte de los medios, el Estado o los videos de “50 cosas para hacer en cuarentena” para afrontar una situación similar. Los lazos afectivos no deberían depender de lo material.