Miles de personas, unas más sinceras y acertadas que otras, se han lanzado a proponer teorías sobre el potencial cambio del ser humano ante la temible pandemia. Los más ingenuos llegaron a pensar que la peste transformaría para siempre a la especie, su forma de comprender la vida y sus relaciones con los otros. Se equivocaron. Con los días, se ha hecho evidente que ni siquiera la caída de un meteorito tendrían tal virtud. No obstante, también sería una equivocación aplanar la situación actual y despojarla de su capacidad de llevarnos -forzadamente- a conclusiones. Revelaciones que habían pasado desapercibidas y hoy a fuerza de extrañar el ayer se han hecho irrefutables. Una de ellas, el desprecio con el que concebíamos y habitábamos lo público.
Por décadas, vivimos sumergidos en el fango de los espacios privados; los cuales pensamos eran suficientes para tener unos días plenos, fértiles y dichosos. Incluso, muchos diseños de ciudad privilegiaron la experiencia privada sobre el desarrollo de los escenarios públicos. Todos, al salir de sus trabajos y estudios, corrían presurosos a tomar el transporte para llegar a su hogar. Sanos, salvos y solos. Bastó que esa casa, ese refugio, fuera el único posible y probable de vida, para que se empezara a entender la vileza y peligro de no salir a la calle. La gran mayoría de personas en el mundo, empezaron a echar de menos lo simple de lo público: caminar por un parque, pasear sin rumbo por una alameda o refundirse en una travesía insignificante por la ciudad. Solo después de esta pandemia, que se resiste a pasar, descubrimos lo esencial que es para todos abrir las puertas de un encierro y salir a la calle. La casa también está afuera.
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Por décadas vivimos sumergidos en el fango de los espacios privados
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El espacio público, como experiencia, vive entre dos universos fundamentales; que se intersecan con facilidad. El universo del acuerdo y el universo del desacuerdo. En efecto, lo que sucede en las calles, parques, y transportes es un encuentro -en principio pacífico- de intereses. Sin embargo, basta la menor disputa para encontrarnos ante la verdadera experiencia social humana: la confrontación y la negociación. En el mejor de los casos, solucionado con un breve diálogo o una sucinta disculpa, o, en el caso más común, con una mirada intoxicada o una amenaza verbal o física. Parece ser que nos hace falta ver a los otros para discutir con ellos. No hay pared que reemplace al prójimo.
También, y en esto destaco una inmensa fortuna, el avance de lo digital, con su ímpetu hegemónico, ha perdido millones de adeptos. Aunque dudo que la pandemia nos vuelva más responsables respecto a nuestra actitud dócil frente al mundo digital, sí que nos ha mostrado que una pantalla de celular es un medio precario y odioso (e incluso doloroso). Personalmente, preferí dejar de reunirme con mis amigos por la plataforma Zoom que recibir tan poco de ellos. Todos hablaban y nadie hablaba. Una pantalla convertida en muro.
Aunque, después de tantas víctimas, sería algo indolente pensar en los beneficios que ha traído toda esta situación, es necesario asumir que no todo ha sido tiempo perdido. En el simple hecho de extrañar la calle y lo público, nos hemos visto obligados a reconocer su importancia. Ojalá con los años, cuando miremos con nostalgia los contrariados años de la pandemia, recordemos que fue ahí cuando redescubrimos la maravilla que habita el afuera y decidimos recuperar lo público en las ciudades. El mediodía en que preferimos el parque a la pantalla del teléfono.
@CamiloFidel