Mientras veía desde su televisor como Andrés Pastrana le ponía la cinta presidencial a Álvaro Uribe, Samuel Valencia, un joven de 17 años del sur de Bogotá, empezó a quedarse ciego. Primero se le apagó el ojo derecho. A las pocas semanas la luz dejó de entrar en el izquierdo. En octubre del 2002 lo operaron, esperaron hasta el 2 de noviembre pero el dictamen era inapelable: los nervios ópticos se habían desconectado y ya nunca más volvería a ver.
Samuel pensó que quedaría incomunicado para siempre. Cuando cumplió cinco años una meningitis lo dejó sordo. Se acostumbró a vivir sin la música, a no escuchar su propia voz. Aprendió el lenguaje de señas y pudo seguir con sus estudios. Pero ahora, al no ver, la situación, dramática lo convertía en uno de los 10.200 sordociegos que guerrean en Colombia por intentar tener un vida digna.
Lo rechazaban de los colegios, sus papás necesitaban conseguirle dos intérpretes para traducirle, tocándole con los dedos la palma de su mano, las voces, los gestos, aquello que Samuel no podía escuchar ni ver. Dos años duró su vida sin sentido, sin amigos para departir, para jugar fútbol, para deambular por las calles en una patineta, reducido a un sofá, encerrado en su oscuridad y en un silencio sin atenuantes.
La Fundación Surcoe le dio la primera luz. Aprendiò a usar el bastón y el código Braille, sus dos armas para formular una tutela que le abrió el camino para acceder a un colegio para sordos del que se graduó con sobresaliente en el 2010. Su elección profesional estaba limitada; escogió sicología. Podría percibir el comportamiento de la gente a partir del olor y de un leve contacto físico.
Entró a la Universidad Manuela Beltrán donde estudiaba con el apoyo de dos intérpretes que le costaban tres millones que pagó con el apoyo del gerente de Surcoe,Richard Lozano y la beca que obtuvo del Icetex y de la fundación Saldarriaga Concha.
En la Biblioteca del Tunal conoció a la coordinadora del servicio para invidentes, Edith Lucero Bayén. Era domingo, llovía. Ella se acercó. Le preguntó escribiéndole en la mano ¿Cómo se llama? Él, con el hilito de voz que le quedaba le respondió. Escampó. La invitó a su casa en el barrio Santa Helenita del sur de Bogotá. Fueron caminando, él la guiaba. Pararon una cuadra antes, entraron a una heladería, a él siempre le gustó el chocolate, ella se moría por la vainilla. Entraron a la casa, se sentaron en un sofá. Le sacó varias carcajadas. Entre las risas le preguntó que si quería ser su novia. Ella se quedó en silencio mirando las ramas mojadas de los árboles que se veían desde la ventana. Había vuelto a llover.
Tardaron seis meses en formalizar la relación, después de un año se casaron y Lucero aprendió a comunicarse con señas hasta convertirse en su intérprete.
La vida normal de cualquier estudiante quedó interrumpida abruptamente cuando concluyeron los apoyos económicos. Samuel inició entonces la aspera ruta de las cartas, las tutelas, los derechos de petición. La mano tendida llegó de donde menos esperaba: la Universidad de los Andes con su Programa de Acción por la Igualdad y la Inclusión Social – PAIIS. Hicieron oir su voz ante las directivas de la Manuela Beltrán. Accedieron a organizarle los horarios. Un mínimo que los impulsó a llegar a la Corte Constitucional y abogar por sus derechos fundamentales de ciudadano. La Manuela Beltrán adquirió la obligación de garantizarle a Samuel las condiciones para concluir su carrera.
Cursa el séptimo semestre y cuando no está estudiando navega por la red en el computador especial de 25 millones de pesos que Surcoe y el Ministerio de educación le donaron.
Samuel aspira a que su victoria no sea una excepción. Abrió el trecho para que otras universidades avancen en la misma dirección.
En la Universidad Minuto de Dios ya empezaron a organizar el servicio para ayudar a que cualquier estudiante con limitaciones de visión y oído pueda ser un profesional. El mundo se le abrió a miles de colombianos que apenas empiezan a percatarse del impacto que la decisión de la Corte Constitucional puede tener en sus vidas hasta ahora limitadas y casi vergonzantes.
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