La humillación masiva es hoy gracias a Internet, más pública, más generalizada, más marcada y potencialmente más peligrosa. Los efectos duraderos y perjudiciales de la vergüenza pública, al propagase por las redes sociales, pueden hacer más daño que el sentido de la justicia que se supone buscamos y creemos nos hace bien como sociedad. Todos somos responsables de esta grave situación cuando difundimos por nuestras redes sociales notas desagradables sobre los demás.
En el mundo en línea, todas las personas son una figura pública y todos son un objetivo. Las redes sociales disminuyen nuestra propia incomodidad de ver a la victima sufrir o la vergüenza de ser vistos creando sufrimiento. La magnitud en que estamos dispuestos a infligir dolor a los demás se ve atenuada por la proximidad personal con el objetivo del abuso, pero en las redes sociales este concepto se pierde. En el espacio etéreo de internet parecería que nadie es culpable particularmente y la responsabilidad al ser compartida se diluye.
Es lamentable ver la rápida difusión en las redes de las burlas y ataques personales, sin medir las consecuencias que dichas mofas tendrán sobre la vida de esas personas. Anteriormente, los medios periodísticos que controlaban la circulación masiva de la información, tenían unos protocolos para permitir la publicación de historias humillantes, requerían de convencer a un editor, pasar estándares de interés periodístico y corroborar la evidencia. Hoy estos controles se han ido, cualquiera con diferentes intereses, incluido el de solo generar ruido, puede publicar en redes sociales historias o videos de momentos desafortunados de cualquier persona.
Las acusaciones difamatorias en línea o en los medios de comunicación pueden arruinar la reputación tanto de individuos como de organizaciones. Es poco lo que las personas y empresas atacadas en internet pueden hacer. Creer que la publicación simplemente desaparecerá o se olvidará es a menudo poco realista. Atacar a un acusador en los medios muchas veces solo logra echarle fuego a la historia desfavorable y alimentar una disputa que los medios normalmente estarán felices de publicitar. La rehabilitación ante ataques personales realizados en redes sociales, es mucho más difícil que los descritos magistralmente en la literatura por escritores como Víctor Hugo en Los Miserables, en donde Jean Valjean se ve obligado a cambiar varias veces de nombre, o por Joseph Conrad en Lord Jim, el marinero que abandona una nave en peligro y se ve obligado a trasladarse permanentemente buscando el anonimato. Ambas opciones son imposibles en esta época electrónica.
Helen Andrews en su reciente articulo titulado “Tormenta de vergüenza”, indica:
“Nadie ha descubierto aún qué reglas deben regir las nuevas fronteras de la vergüenza pública que Internet ha abierto. Obviamente, se requieren nuevas reglas. La vergüenza ahora es tanto global como permanente, en un grado sin precedentes en la historia de la humanidad. No es suficiente mudarte a ciudad para escapar de tu mala fama. A pesar de lo lejos que se vaya y del tiempo que se espere, su vergüenza esta a solo una búsqueda en Google”.
Como indica Andrews “Hasta ahora, la mayoría de los intentos por idear nuevas reglas han tomado la ideología como su punto de partida: la vergüenza está bien siempre y cuando esté dirigida a hombres por mujeres, de impotentes contra los poderosos. Pero eso no aborda qué hacer después, si se descubre que alguien ha sido avergonzado injustamente, o cuando alguien legítimamente avergonzado quiere rehacer su vida”.
La solución, entonces, no es tratar de hacer que las acusaciones estén “justificadamente” dirigidas, sino que ocurran con la menor frecuencia posible, y aceptar que todos los usurarios de las redes sociales tenemos la posibilidad de generar un castigo imperecedero que nadie lo quisiera para el mismo. Más allá de los tuits, retuits, likes, etc. que generan tráfico, los editores deben negarse a publicar historias que no tengan ningún valor, excepto la humillación, y los lectores deben rehusarse a hacer clic en ellas. Es después de todo, el equivalente moral de contribuir con una piedra a una lapidación pública, y más grave una lapidación eterna, pues las vergüenzas se vuelven eternas al ser preservadas por Google, haciendo imposible cualquier tipo de rehabilitación.