La vergüenza de ser un costeño en Bogotá: "Uno no es ni de aquí ni de allá"

La vergüenza de ser un costeño en Bogotá: "Uno no es ni de aquí ni de allá"

Hay mucha gente que no es capaz de abandonar su tierra por hacerse una vida en otro lado. Hacerlo no es fácil

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julio 24, 2017
La vergüenza de ser un costeño en Bogotá:

Ser un costeño en Bogotá a veces se vuelve ser ni de acá ni de allá. Mejor dicho, ser de ninguna parte. El problema es que con diez años viviendo acá llega un momento en que hace falta ser de algún lado y yo a veces siento que ni el acento me quedó porque me dicen que parezco más venezolano que costeño. Lo que sí es cierto es que los miles de venezolanos que se vinieron a vivir a Bogotá deben vivir sensaciones parecidas a las mías. Colombia es tan diversa que la diferencia entre la costa y el interior hace que se sientan como dos países distintos.

La cruda verdad es que salvo por mi historia, a Montería, mi ciudad natal, hoy me unen muy pocas cosas. Mis padres y mi hermana viven acá conmigo. Mi abuela era el único polo a tierra que me quedaba allá y se murió el año pasado. Es como si con ella se hubiera ido una parte de mí que era importante y que ya no va a volver. Si bien es cierto que las aerolíneas low cost recortaron las distancias en el país, no se trata de comprar un pasaje y ya. Aunque vaya la nostalgia es porque no me di cuenta en qué momento pasé de tener todo en Montería a tener todo en Bogotá.

El tiempo que llevo sin ir a Montería ni siquiera puede medirse en años sino en hechos. Se mide por medio de la cantidad de cosas que han pasado allá desde que me fui. Si lo midiéramos por años no sería un resultado preciso. Entonces no sabría decir si fue hace siete, ocho o cinco porque una cosa es “estar” en la ciudad y otra es “pasar” por ella. En mis últimas visitas yo solo alcancé a pasar por ahí.

Yo llevo tanto rato sin ir a Montería que el almacen que está delante de Los Bongos le sigo diciendo “El Ley”. Lo que hay frente a mi colegio -el británico- en mi recuerdo se quedó como un pedazo grande, verde y virgen donde todavía hay vacas comiendo pasto. Es decir, para mí La Castellana llega hasta la 65. De ahí en adelante todo es verde. No conozco el mirador donde todo el mundo se toma fotos para Instagram ni la ronda del Sinú del recreo. La calle que está al lado de la Plaza de la Castellana sigue siendo simplemente la 62. Si me hablan del “Paseo del sol”, no lo ubico ni sé qué hay ahí. La última vez que estuve duré dos días y ni tuve tiempo de ver nada nuevo.

De vez en cuando se me da por jugar con Google Maps y hago caminatas digitales por sus calles. Ahí es cuando me doy cuenta que así como yo seguí adelante sin Montería, ella también siguió adelante sin mí. Y duele saber que yo ni estuve ahí ni puse un solo grano de arena para su transformación. Es hasta vergonzoso.

Sin embargo dejo clarísimo que no me arrepiento de nada porque lo que me está pasando en este momento de la vida es lo que siempre quise que me pasara, aun cuando estaba allá. Yo viví los dieciocho primeros años de la vida esperando a que llegara el momento de venir a Bogotá para perseguir mis sueños, y desde que ocurrió me dediqué los diez últimos a hacer exactamente eso. Lo que pasa es que nada llegó gratis y había que pagar un precio por esto. Mucha gente no es capaz de pagarlo. Pero pienso que el sacrificio, al menos hasta el momento, ha valido la pena.

A lo mejor si me hubiera quedado allá estas letras no tendrían la potencia para hacer que las lean quienes las están leyendo en este momento. Irónicamente desde Bogotá puedo hacerme escuchar más en Montería que si estuviera allá. Ojalá que esto que digo aquí sirva para que al menos una persona valore el estar en su tierra o por lo menos sepa lo que se le viene al dejarla. Sería una forma de bajarme un poquito la pena.

Ahora que me acuerdo, la última vez que vi Montería fue hace dos años. Venía en un vuelo desde Cartagena hacia Bogotá y el avión alcanzó a sobrevolar la ciudad. El río atravesándola y su forma la hacían inconfundible. Aunque tuviera una piedra en el pecho igual se me hubieran aguado los ojos.

Eso que casi ni se ve ahí abajo, es el Valle del Sinú, y en algún lugar de esa tierra nací yo.

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