Por primera vez en la historia de los más de 200 años de la independencia de Colombia, llega un gobierno progresista que no pertenece a las oligarquías ni a las élites conservadoras y derechistas de siempre. Y, en medio de la ceremonia de su posesión, el nuevo presidente de los colombianos mandó parar el acto para dar su primera orden (primer símbolo); que le trajeran la espada de Simón Bolívar, esa que había solicitado y tramitado con todos los requerimientos y la antelación necesarios, pero que, curiosamente, su antecesor impidió que estuviera en el acto en el momento indicado.
Un amigo me escribió durante la posesión presidencial de Gustavo Petro y me preguntó qué era “tanto show” por esa espada, pues para él no era más que una pugna de poderes ridícula entre el presidente saliente, Iván Duque y el entrante; dos machos midiéndose la verga a ver quién la tiene más grande, como suele suceder entre mandatarios de este tipo. Normalmente tendría razón, especialmente con un símbolo tan fálico como una espada, pero esta vez no y esta fue mi explicación basada en la historia.
En primer lugar, la espada de Bolívar es un símbolo de la libertad colombiana, pues por medio de ella, el libertador, obtuvo la independencia de la Corona española para todos los colombianos. Constituyéndose así, en un emblema de resistencia contra las tiranías poderosas y opresoras de cualquier época.
Es por esto, que el 14 de enero de 1974 el M-19 —la guerrilla más simbólica y pensante que ha tenido Colombia —le robó la espada al Estado y la tuvo en su poder durante casi 18 años cuando en 1989 en un acto de buena fe o ingenuidad, el M-19 depuso las armas para seguir luchando, pero ahora por las vías democráticas y con la deposición de las armas, vino también la devolución de la famosa espada libertaria.
Sin embargo, el Estado, como en tantas otras ocasiones, traicionó esa buena voluntad y masacró sistemáticamente a los miembros del nuevo movimiento político, al punto que llegó a asesinar a un candidato presidencial dentro de un avión en el Aeropuerto Internacional El Dorado —¿quién mete una mini Uzi en un aeropuerto internacional, si no el mismo Estado?—, nada más y nada menos que al padre de la mujer que le puso la banda presidencial a Gustavo Petro, esa misma banda que le fuera negada a su padre por medio de balas por creer en el pacto en el que también creyó Petro. Otro gran símbolo.
Sí. Petro fue un guerrillero del M-19, como lo fue, en su momento, Carlos Pizarro, padre asesinado de María José Pizarro y candidato presidencial. Pero, así como su excompañero, que en paz descanse, Petro comprendió hace mucho la trampa, tal como se lo dijo en la cara a Álvaro Uribe en el congreso una vez en la que el entonces senador le dijo al otro parlamentario que preferiría verlo en el monte como guerrillero echando bala que como senador de la República.
A lo cual Petro le respondió que claro, que no lo dudaba, que eso es lo que siempre ha querido la derecha en Colombia, ver al pueblo matándose en el monte en vez de educado y preparado como él para dar el debate político y, ahora, llegando hasta la presidencia de Colombia, al fin.
En efecto, Petro entendió muy bien la trampa. Y no solo la entendió, sino la resistió por décadas. Dejó las armas. Estudió, se preparó y luchó por las vías democráticas. Jugó con las reglas del enemigo sin importar cuántas trampas y artimañas tuviera este juego. Cuántas cochinadas y zancadillas sucias le hieran, como la de las basuras cuando fue alcalde de Bogotá, por mencionar, tan solo una de miles y en acopio con los medios de comunicación vendidos a la pauta publicitaria del estamento como prostitutas sin dignidad. Porque ser puta no significa ser indigne, pero para ellos sí.
Y pese a todo pronóstico, con todo en contra, ese jovencito de gorra humilde, de Ciénaga de Oro, Córdoba, o Zipaquirá, Cundinamarca —porque hasta con eso quisieron acochinarlo a último minuto con tal de que no llegara a la presidencia, diciendo estupideces como que ni se sabía de dónde era y que por eso era de temer—, que desde entonces hablaba de la necesidad de otra economía que no se basara en el petróleo, ni en el fracking, ni en el extractivismo, ese jovencito que mantuvo la coherencia en su discurso tanto como en su lucha y acompañamiento solidario a las necesidades del pueblo, al fin logró lo imposible y se convirtió en presidente de Colombia por todas las vías legales y legitimas del turbio juego.
Algo tan inaudito o tan “imposible” como que la espada de Bolívar derrocara algún día a la Corona española en el territorio, que ahora conocemos como, colombiano. Esa misma espada que décadas después de la muerte del libertador, serviría de pretexto para que su nuevo “dueño”, el Estado de derecha y opresor saqueara la tumba de un gran poeta como León de Greiff o metiera a la cárcel a otro como Luis Vidales, acusándolos de esconder la espada en complicidad con el M-19 sin que nunca encontraran nada.
El mismo Estado criminal y genocida que conocí desde mi nacimiento en 1985, cuando masacró y desapreció personas en el Palacio de justicia a nombre del M-19. Petro entendió muy bien la trampa y dejó las armas y le apostó a las reglas de juego de los tramposos, luchó y resistió y me demostró que sí se puede. Me devolvió una esperanza que creía arrebatada desde que nací. A mí y a millones de colombianos que ahora celebramos su triunfo como propio en Ciénaga de Oro, Zipaquirá, Buenaventura y miles de municipios más a lo largo y ancho del territorio nacional, como nunca antes se había visto.
Por todo esto, para Iván Duque, como lamentable títere de ese estamento tramposo, amañado y patriarcal a más no poder, seguramente negar la espada de Bolívar como último y patético acto de su minúsculo poder sí pudo ser, en efecto, un último y desesperado intento de medir su miembro contra alguien a que ni él, ni su Estamento de machitos entendió nunca y por eso cayó derrotado rotundamente ante él en su propio juego; una nueva masculinidad llamada Gustavo Petro Urrego, una persona a quien no le interesa andar midiéndose el pene con otros porque tiene, al fin, un gobierno repleto de mujeres poderosas como su fórmula vicepresidencial que entiende que el poder no es para eso, sino para servir y por eso ya no le apuesta, como todos los anteriores gobiernos, a la guerra ni a la muerte que encarna lo bélico (tan patriarcal), sino a la vida.
Alguien que, simplemente, no tiene que andar retratándose en cuadros con banda presidencial, ni marcos barrocos repletos de escudos de Colombia para que todos sepan que es algo que nunca fue y que hasta su inconsciente lo acusa en su enorme ego, pero minúscula autoestima.
No. Petro no es así. Petro, a diferencia de Duque, entiende el valor de lo simbólico. Que las grandes gestas se dan en el lienzo del tiempo; del agua que talla la piedra y no en la inmediatez de las cifras calcáreas que nada dicen en programas mediáticos comprados y mercenarios.
Petro cree en los procesos, en el largo aliento como símbolo en el que se puede confiar, un símbolo como la espada-libertad que intentó devolver al pueblo por medio de las armas y, luego de entender que por ahí no era, lo hizo por la vía de la democracia. No esperó por la espada, tuvo espera-nza por la libertad y hoy al fin nos la entrega a todes. No con palabras, sino con toda una vida de lucha, resistencia y coherencia detrás suyo para sustentar su relato compuesto de símbolos que, al fin, sí dicen algo.