Dos días antes de que la carrera llegara a los Alpes, el lugar donde más cómodo se siente, Nairo fue aquejado por una fiebre que subía, por momentos, a 39 °C. Delirante, en medio de la noche, llamaba a José Luis Arrieta, su técnico, para preguntarle qué hacer. Ellos, en aras de protegerlo, le decían que se retirara, venían los Olímpicos y la Vuelta a España y allí podía desquitarse.
Pero Nairo es un valiente y está hecho de acero. Con las narices tapadas, el pecho inflamado y el cuerpo atiborrado de antibióticos le plantó cara a Froome, el mejor ciclista que ha visto el mundo desde Induraín y vendió cara su derrota.
Con su cara de póker, imperturbable, Nairo ocultaba la enfermedad, el virus que lo consumía, el mismo que lo hundió en la Vuelta a España de 2015, y mismo que casi le quita el Giro del año pasado.
Nairo no dijo nada. No tosía en el lote y decía a los medios que estaba fuerte solo para que sus rivales no lo atacaran. Si el líder de Movistar hubiera estado bien, la camiseta amarilla hubiera recaído en él. Y aun así, con la enfermedad a cuestas, a Nairo le alcanzó para ser tercero en el podio.
Ahora paga el esfuerzo y ha decidido no ir a los olímpicos. Se tomará una semana de descanso y luego preparará la Vuelta. Mientras tanto en Colombia una horda de hinchas de fútbol, que poco saben de ciclismo, había decidido lincharlo en redes sociales porque no ganó ignorando que nadie en Colombia, a sus 26 años, ha sido en la historia del ciclismo más grande que Nairo Quintana.