«¿Para que quieres hablar de ella?, en Colombia, un país donde la gente no perdona, dirán que lo mejor es que esté muerta». Esta fue la respuesta seca y determinada que obtuve de Jaime Palmera, arquitecto y hermano mayor de Simón Trinidad, cuando lo contacté para preguntarle por Alix, la niña de ricitos de oro, que hace unos años murió junto a su madre en un enfrentamiento de las FARC con el ejército colombiano. El escenario: las selvas del Putumayo. Jaime, a quien conocí durante los juicios que se le adelantaron en EE.UU a su hermano menor, es uno de los hombres más decentes que he conocido. Un opositor radical a la opción armada de la que dice «nunca fue el buen camino». Pero Jaime es también un hermano y un hijo fiel a los deseos de su madre: velar porque Ricardo tenga en la prisión de máxima seguridad donde paga su condena, la certeza «que a pesar de sus errores tiene una familia».
Sobra decir, que el amor de la mamá de un guerrillero, un narcotraficante, un paramilitar, o un político corrupto, es igual al amor inmenso e incondicional de cualquier mamá.
Traté de explicarle que mi único objetivo era referirme a historias como la de la pequeña Alix, para recordar «otras víctimas» de la misma guerra. Niños inocentes y clandestinos que la sociedad intolerante hace responsables de los delitos de sus padres; huérfanos de los que nadie habla, pequeños que llevaran toda su vida y hasta la tumba, apellidos que no pueden mencionarse, identidades falsas, vergüenzas ajenas.
Desde que me entregaron hace unos meses las fotos de Alix, vi en esas bellas imágenes el otro rostro del complejo reto que tenemos los colombianos frente a los temas del dolor, del perdón y de la reconciliación. De Alix, Jaime no quiso decirme absolutamente nada «no la conocí mucho, no la traté, ella vivía con su abuela».
Fue entonces evidente que quería proteger este capítulo de Simón Trinidad, quizás el único que en los últimos años representó sentimientos ajenos a la violencia.
Pero su silencio fue mucho más elocuente. Traté de confrontar la poca información disponible sobre Alix. Alonso Sánchez Baute, escritor del libro "Líbranos del bien" y quien conoció a Trinidad desde su juventud en Valledupar, narra que la niña fue, por decisión de Trinidad, entregada a su abuela materna con sólo 4 meses de nacida. Que María Victoria Hinojosa, Alias Lucero, el gran amor de Trinidad y madre de esta hija, pudo recuperarla después para llevarla a vivir con ellos. Que Alix murió estando junto a su madre que ejercía de radioperadora.
Como paréntesis de los absurdos de esta guerra: El padre de la difunta Lucero, fiel subversiva de las FARC, había sido asesinado por la misma guerrilla años atrás. En entrevista con el periodista sueco Manuel Dickson ella cuenta que otros familiares fueron acribillados por los paramilitares.
Volviendo a la historia de Alix, Jaime me dejó entender que Trinidad y la niña compartieron poco. Pero que el amor de Trinidad por Lucero y por su hija era infinito. También el que expresa por los dos hijos que tuvo con su primera esposa y a quienes por el estoicismo perverso de la guerra y la seguridad de los niños nunca volvió a ver.
El hermetismo frente a Alix, dio origen a otra conversación. ¿Y cómo está Simón? Le pregunté. «Bien» me dijo Jaime. ¿Hace deporte? «sólo tiene 1 hora al día fuera de su celda y hace algo de ejercicio». ¿Tiene amigos? «no le interesa». Le comenté que se rumora que EE.UU podría no condonar su pena pero sí enviarlo de regreso a Colombia donde según una hipótesis floja, en caso de un proceso de paz, podría recuperar su libertad y ser el candidato de la guerrilla. «Ojalá que nunca suceda» me dijo, y con un evidente deseo de terminar la conversación pronunció una frase escueta «él está donde está, porque él se lo busco».
Me dejó fría. El comportamiento de Jaime durante los juicios evidenciaba el cariño que a pesar de reprobarlo, siente por su hermano. Al otro lado del teléfono su voz repetía «cuando en el 87 Ricardo tomó las armas e infringió la ley, sabía que ese podía ser su destino» y termina «tendría que haber hecho su apuesta desde la legalidad».
Para mantener la conversación le alegué que en ese entonces las leyes estaba hechas para favorecer a los ricos y que fueron miles los que como Trinidad, consideraron que en Colombia era necesario desafiar las normas, confrontarlas, transgredirlas y revelarse. Le hablé de la masacre de la Unión Patriótica. «Trinidad era el próximo a ser asesinado» le recordé. «Eso no justifica la ilegalidad» fue la respuesta.
Estás muy joven Natalia, «entenderás que siempre hay otros caminos».
Jaime habla en tono aristócrata. Con autoridad pero con el respeto de un caballero. Investigando sobre Simón Trinidad, he conocido a decenas de personas que siempre hacen el reconocimiento de la honorabilidad de la familia Palmera Pineda, su padre Juvenal Palmera fue un respetado líder político del partido liberal y sus hermanos brillantes profesionales.
«Ricardo está donde deberían estar todos los que infrinjan la ley». ¿Ustedes quisieran que no regrese a Colombia, que nunca haga política desde la legalidad como tanto lo soñó? Claro que no, me dice Jaime «Usted olvida lo que le pasó a Pizarro».
¿Cree que Ricardo prefiere estar encerrado en Estados Unidos que morir por su causa en Colombia? «Yo no sé qué escogería Ricardo, con el no hablo de política, ni la cárcel, ni las conversación por teléfono lo permiten. Pero yo soy su hermano y lo prefiero vivo pagando su error».
Era hora de colgar. Sin historia sobre Alix, le confirmé a Jaime que no escribiría sobre su sobrina. «Creo que es mejor» me dijo. Y por enésima vez me repitió que Colombia es un País donde la gente no perdona «ese es nuestro karma», prosiguió, «lo mejor que podría pasar es que se olviden de Ricardo y dejen a nuestra familia en paz».
Imposible, le dije. Las FARC lo quieren de regreso y su nombre es un punto neurálgico de la negociación actual. «Sería bueno que las FARC dejen de utilizar el nombre de Ricardo para sacar provecho político».
¿Usted prefiere que las FARC lo condenen al olvido? Ellos saben que lo que piden es un imposible.
En la corte distrital de Washington vi a Simón Trinidad durante más de un año defendiendo, como un león herido, sus convicciones revolucionarias. Parecía como si las rejas perpetuas no le generaran ningún temor. Lúcido y altivo en algunos de sus posiciones, irónico, equivocado y arrogante en otras.
Pero al «hombre de hierro» como lo llama el periodista Jorge Enrique Botero, en el libro que relata esas largas audiencias, sólo lo vi fragilizarse tres veces: cuando el juez Thomas Hogan le preguntó mostrándole la foto de una mujer si ella era Lucero, y suspirando dijo : «si ella es la bellísima Lucero».
La segunda, cuando le mencionaron el nombre de su hija Alix y la última cuando inesperadamente sus ojos se llenaron de lágrimas al ver entrar al tribunal a Manuel Fernando, su hijo, a quien no vio durante más de una década.
El guerrillero inquebrantable, el revolucionario o el narco-secuestrador desalmado y cruel como lo presentaron los fiscales, se convirtió por unos instantes en el hombre, en el padre. Entendí que la condena de Trinidad no es el exilio, ni la soledad o las rejas, su dolor, su verdadera pena es haber perdido en vida a sus hijos y sin querer, con su propia historia, haber sentenciado a su niña, Alix, a ser otra víctima inocente atravesada por las balas de esa guerra.