¿Qué es lo humano?, ¿qué nos hace creer —más allá de la racionalidad y el instinto— que podemos construir un entramado de relaciones colectivas que nos dan la condición de humanidad y que, por eso, existe una frontera infranqueable y permanente entre lo que somos como humanos y los animales que supuestamente dejamos de ser? Lo cierto en medio de toda esta necesidad humana de diferenciación de la naturaleza, es que no somos más que animales viendo con ojos ajenos a otros animales; todo esto sin un sentido despectivo de la palabra animal, y, por el contrario, reivindicando toda su potencia y complejidad.
Así, aunque son muchas las ventanas por las cuales nuestra “humanidad” ha intentado distanciarse, diferenciarse y, desde hace un par de años asimilarse, al mundo “natural”, hoy, en medio de una pandemia global —que no es la primera, ni la más letal, pero sí la de mayor difuminación mediática— volvemos a esas preguntas básicas: ¿qué nos diferencia?, ¿qué nos hace únicos como especie?, ¿cuál es el intersticio moral que nos vuelve comunidad, sujetos sociales que buscan trascender, existir y por sobre muchas cosas sobrevivir a esta realidad?
Una precaria pero reiterada respuesta es nuestra búsqueda por la verdad, es la incesante idea de desentramar el tejido de los acontecimientos que nos rodean para tener la certeza de nuestra realidad, para moldear nuestras ideas de la relevancia del presente y las expectativas de futuro, desde un pasado que se deconstruye al interés de quien lo narra.
Esa búsqueda por la verdad, por la historia desde sus narrativas, es tan tangible como inconmensurable. Pasamos de la certeza de hitos cronológicos irrebatibles, el inicio y fin de una guerra, los periodos de hambruna o la conmemoración de un gol que otorga un título, pero también dejamos en la espesura de la historia otros momentos, procesos, periodos en los cuales la verdad se hace refutable según el orador de turno. El COVID-19 logró volvernos a demostrar la fragmentariedad de nuestros relatos, la dispersión de las narrativas y la complejidad de la verdad detrás de su existencia. Contamos con diversos relatos sobre la cepa gestante, si es que esta es una construcción biológica intencional o es un efecto colateral de nuestra relación como humanos en la ingesta de los no humanos. Aún no tenemos certeza de la génesis de una de las más estudiadas pandemias de la humanidad; esta es una verdad difuminada al aire que seguramente solo se hará visible en el futuro, cuando algún cable desencriptado demuestre su creación, o algún laboratorio, lejos de intereses económicos, de cuenta de su derivación natural, tan humana y aleatoria como nosotros mismos.
Esta implacable pandemia biológica y social, da cuenta de una verdad en disputa, de una génesis en pugna y de unos relatos patológico— paranoicos colectivos de los cuales no tenemos claridad. Sin embargo, esta disputa por la verdad estructurante de esta situación deja entrever otras verdades que dan cuenta de nuestra humanidad e inhumanidad en disputa. Los efectos del COVID-19 tienen que ver con el crecimiento exponencial de los casos y las razones de este mismo desarrollo, la mitigación a medias, el aislamiento selectivo, las capacidades de adaptación empresarial e institucionales para la coyuntura y nuestra capacidad de ver con la opacidad de una mitigación efectiva. Este virus nos hizo entender la fragilidad del cuerpo, del contacto, de la piel, del tacto, pero también nos hizo resignificar eso mismo a lo que hoy le tememos, al otro, tan igual, pero tan potencialmente peligroso. Como todo acto de remordimiento ajeno, hoy valoramos el abrazo que nos negamos a dar y extrañamos el bullicio al que tanto huimos en silencio.
Hoy aplaudimos la cuarentena, pero pasamos rápido la página al escuchar la queja de quien no puede —ni podrá— encerrarse, de aquellos para quienes su sustento está en la calle, en el contacto con los otros, quienes, al no tener su alimento mínimo, saldrán a las calles, con rabia, hambre e indignación a buscar a la fuerza lo que una pandemia les robó con sutileza, mientras otros tantos cerrábamos las puertas con candado y pausábamos la conciencia con el #quédateencasa. Esta es otra versión de la cuarentena, la versión de la desigualdad y la ausencia de empatía social con nuestra humanidad, con quienes por su imposibilidad económica migran a una anomia obligada, rompiendo leyes y decretos por intentar sobrevivir, al igual que quienes los acatan con el mismo objetivo.
Esa versión de nosotros, tan humanos y tan distantes de los otros, es una verdad completa que no podemos pasar de largo, de la cual no podremos sustraernos con la autocomplacencia de una moral binaria entre buenos y malos. Esta pandemia nos alejó de la corporalidad, pero nos acercó a nuestra realidad, esa misma que estaba antes del virus y que seguirá después del mismo. Esa verdad que en medio el silencio aturdidor del COVID-19 nos debe enseñar que, luego de este virus, es momento de hacernos cargo de esta enfermedad de ser humanos por defecto y hacernos cargo de nuestra humanidad por afecto, por afecto con nosotros y con los otros. Ese virus nos está enseñando que la empatía debe caminar de la mano con la justicia, con la solidaridad y con el compromiso de apagar las redes y abrir la mente a la verdad, a esa dolorosa, alegre, brillante y opaca realidad en la que estamos y a la que no podremos seguir dándole la espalda por mucho tiempo más.
Esta pandemia deberá ser una forma de entender que una sociedad es viable en la medida en que anteponga la verdad como un espejo convexo de la realidad, así, independiente de lo opaco o traslucido de nuestra “humanidad”, es necesario que esta situación sea una oportunidad de reconocernos y reinventarnos en tiempos de pandemia, miedo, paranoia y solidaridad.