El mayo francés de 1968 legó consignas inquietantes. Seamos realistas, pidamos lo imposible. Prohibido prohibir. Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre. Siempre me encantó esta última. Qué fácil es aprender un credo y consagrarse a repetirlo una y otra vez en todos los escenarios. Qué difícil en cambio asumir el reto de empatar la mente con las nuevas realidades, y además explicarlas por fuera del esquema impuesto.
Diez años atrás, en la selva, procurábamos esquivar con movilidad y trincheras cavadas en la tierra por nuestras propias manos, las arremetidas de la aviación militar que con sus aviones y helicópteros artillados bombardeaba y cubría con ráfagas de ametralladora el terreno donde nos encontrábamos. Patrullas compuestas por miles de soldados expertos en lucha contraguerrillera avanzaban desde diversos flancos hacia nosotros.
A cualquier hora del día o de la noche se producían las embestidas enemigas, a las cuales respondían con sorprendente valor las compañías móviles de combate de las Farc. Por momentos aquello parecía un infierno sin salida. La tropa intentaba con los giros más inverosímiles rodear los terrenos sembrados de minas antipersonas, que inesperadamente levantaban a varios soldados por el aire dejándolos muertos o mutilados.
El fuego y la sangre se revolvían a diario. Los llantos y gritos de dolor en los dos bandos amenazaban con enloquecer a quienes los oían. En las ciudades, en tabernas y tertulias etílicas, supuestos eruditos teorizaban orondos sobre el curso de la confrontación. Ella correspondía a su idea de la lucha de clases, esa guerrilla con su heroísmo les abría el paso a ellos, llamados a ocupar los cargos de gobierno en la nueva sociedad.
Las cosas sin embargo pasaron de otro modo. Vinieron conversaciones de paz y tras largas discusiones un Acuerdo Final que puso fin a la confrontación. Las Farc dejaron las armas, se reincorporaron a la vida civil, se convirtieron en partido político legal, asumieron la obligación de cumplir con la palabra comprometida con su firma. Y se propusieron luchar por el cumplimiento por parte del Estado de cada uno de sus compromisos.
En un pasaje de Cien años de soledad el coronel Aureliano Buendía le pregunta al coronel Gerineldo Márquez:
Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando? Por qué ha de ser, responde este, por el gran Partido Liberal. Dichoso tú que lo sabes, sentencia el primero. Yo, apenas me doy cuenta que estoy peleando por orgullo. Eso es malo, le responde el coronel Gerineldo, a lo que concluye su compadre: Naturalmente, pero en todo caso es mejor eso que no saber por qué se pelea. Y agrega: O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
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Una cosa era real en el conflicto, los muertos de aquí y allá no significaban nada valioso para la inmensa mayoría de la población
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Una cosa era real en el conflicto, los muertos de aquí y allá no significaban nada valioso para la inmensa mayoría de la población. Y la tragedia que se cernía sobre Colombia adquiría un peso insoportable. Por válidas que sean las razones para un alzamiento, es cierto que se tornan inútiles cuando el dolor y la muerte afectan a millones de personas sin solución militar a la vista. El Acuerdo de Paz implica e impone una nueva manera de pensar.
Que empieza por reconocer y asumir los errores que se cometieron. Tal y como lo consignó Víctor Hugo en Los Miserables, se puede tener razón en el fondo pero no en la forma. Se puede ser terrible, violento, marchar como un elefante ciego rompiéndolo todo, vertiendo sin saber por qué la sangre de seres inofensivos e inocentes. Si la utopía se tiñe las manos con sangre se envilece sin remedio. No importa que el enemigo sea aún más criminal y perverso.
El revolucionario debe ser mejor, superior en la moral y en los hechos. Es lo que los antiguos mandos de las Farc están reconociendo hoy ante el mundo y que choca profundamente a los responsables de las peores infamias desde el otro bando, quienes pretenden esconder su responsabilidad con dedos y discursos hipócritamente acusadores. Y lo que irrita sobremanera a esos rebeldes camuflados de manual, que los señalan de renegados y arrepentidos.
Los cambios no provendrán de la fuerza de las armas sino de la protesta del pueblo en las calles y las urnas. Por eso quienes aspiren a materializarlos hoy, tienen que abandonar los sueños de emular a Marulanda, Marquetalia y su medio siglo de lucha, aterrizar en estos tiempos y aceptar que la violencia no es el camino. Insertarse definitivamente en el corazón de las gentes que claman justicia, implica cambiar el discurso y las acciones que nos alejaron de ellas.
Duque y su partido, como la Policía, apuestan por imponer la mentira, por negar lo evidente. Es claro que a estas alturas quien proceda así está perdido, sin importar como quiera llamarse. Hay que reconocerlo, la verdad duele, pero también libera.