Cuando visitó a Obama en la Casa Blanca, José Mujica, exguerrillero tupamaro, prisionero doce años y al paso del tiempo presidente de Uruguay, tomó sosegado la enorme mano del mandatario americano entre las suyas de labriego y le dejó saber que no venía por préstamos, ayudas militares, ni cosas de ese orden. Solo requería su apoyo enviando profesores, expertos en cuestiones agrícolas, porque la formación de nuevas generaciones que tienen que alimentar al mundo, sería la mejor manera de afirmar la libertad y la independencia.
Con ese modo de andar por la vida, con método de maestro amigo, sin fanfarronadas de agrandado y con la visible sabiduría de quien ha conseguido transformar en vino tanto ácido de sus propios verdugos del pasado, el Pepe Mujica, acaso el único gobernante adorable que haya dado la historia latinoamericana en varias décadas, está muriendo de enfermedad y de viejo; así que se reúne con la gente y se despide, y al hacerlo invita a seguir edificando educación en un país que no se deja confundir entre las cóleras o las medias verdades de la politiquería.
Si no somos capaces como país de educar a las generaciones que vienen, van a pertenecer al mundo de los irrelevantes, de los que no sirven ni para que los exploten
No tenemos todo el tiempo del mundo. Los jóvenes que están ahí pueden vivir el mundo de los desarrollados o el de los subordinados. Si no somos capaces como país de educar a las generaciones que vienen, van a pertenecer al mundo de los irrelevantes, de los que no sirven ni para que los exploten, dice Mujica con esa claridad envuelta en una voz ronca a la que uno le creería incluso mientras pende de un hilo ante el abismo.
Soy un anciano que me voy. No al odio, no a la confrontación, hay que trabajar por la esperanza. Cuando estos brazos se vayan, va a haber miles de brazos, afirma Mujica, algo que dice con una simplicidad que va a lo hondo, sin ínfulas de mesías, solo creíble, porque este líder de aspecto medieval ha hecho del ejemplo personal, de la consistencia entre teoría y práctica, un modo de vida que dan ganas de seguir.
Los uruguayos tenemos la tendencia a creer que existimos, decía Galeano, con esa capacidad que tiene aquella nación de mirarse irónicamente a sí misma; con conciencia de pueblo pequeño que tiene divergencias ideológicas, pero convicción de manada que se mueve junta para ponerse, como indudablemente lo está, a la vanguardia de las democracias del Continente.
Es que la calidad de la educación para los uruguayos ha sido de siempre una fascinación. En eso no cederían ni se conformarían. En eso no se quedarían con la mitad de la mitad. En eso jamás improvisarían. Porque la revolución de hoy es la educación, y tal cosa es algo serio que no puede dejarse en manos de aprendices.
De Mujica y de Uruguay hay mucho para seguir. Tiempo hay.