Indigna y avergüenza que en la “democracia” colombiana del siglo XXI el propio Estado venda privilegios que los ciudadanos pueden comprar en su afán de ser más iguales que todos los demás. Un disparate antidemocrático que nos confirma, parodiando a Borges, que la democracia colombiana es un acto de fe: hay que creer en ella aunque todos sabemos que no existe.
El alcalde Peñalosa ya de salida decidió poner a la venta el privilegio de burlar el pico y placa que desde hace más de dos décadas rige en Bogotá. Por la suma de $4 millones (5 salarios mínimos mensuales) los ciudadanos que tengan con que podrán utilizar su automóvil las 24 horas del día sin ninguna restricción. Para calmar la ira de los ciudadanos que reclaman la igualdad de todos ante la ley y las normas, candorosamente Peñalosa justifica su alcaldada señalando que se trata de una medida que busca fortalecer el trasporte público de los pobres, pues los dineros recaudados se invertirán en el Sistema Integrado de Transporte Público “para mejorarlo”. La nueva alcaldesa ante tan antidemocrático proceder simplemente afirmó: “en principio yo creo que la única manera de compensar ese riesgo de desigualdad que genera ese nuevo cobro por congestión es que esa plata se vaya a mejorar el sistema de transporte público, en concreto TransMilenio y el SITP” y aceptó que “genera desigualdad, el que no tenga plata tiene que aguantarse el trancón”.
No se necesita ser un experto urbanista para saber
que la medida es un paño de agua tibia
frente al tamaño del problema de la movilidad
No se necesita ser un experto urbanista para saber que la medida es un paño de agua tibia frente al tamaño del problema de la movilidad y que los ingresos esperados son una chichigua frente a las necesidades y problemas financieros del SIPT y los recursos que demanda solucionar el eterno gran trancón que padece la ciudad.
Tampoco se necesita ser un ingeniero especializado en tráfico urbano para darse cuenta que el aumento de vehículos circulando acrecienta el trancón y aumenta los tiempos de viaje. A las puertas de inicio de la construcción del Metro, la más grande obra que haya visto la ciudad en muchos años, la medida de vender el pico y placa resulta un absurdo cortoplacista y puede convertirse en una estafa cuando el gobierno distrital se vea obligado a establecer el pico y placa de todo el día y quienes compraron su privilegio les toque irse a quejar al boletín del consumidor o al defensor del pueblo.
Someter las normas que regulan la vida ciudadana a un mercado de compra y venta de privilegios, es rendir culto a la ideología neoliberal que aconseja someter todo lo habido y por haber a las reglas del mercado, al todo se puede comprar, todo se puede vender, y de esa formar satisfacer el individualismo y sus egocéntricos intereses y caprichos.
Comprar y vender privilegios no es de ahora. La Iglesia católica fue pionera en esta materia con las llamadas indulgencias. Contra este tráfico de indultar pecados por dinero se levantó Martin Lutero, quien denunció el afán de lucro que se había apoderado de la iglesia para resolver sus “problemas fiscales” y obtener mayores ingresos para la empresa de conquistar el nuevo mundo para la fe en Cristo. El asunto no era de poca monta y fue una de las razones que llevaron a la división de la iglesia entre católicos y protestantes. Resultaba inaceptable ante los ojos de Dios, que un pecador, por el hecho de ser rico, pudiera comprar con dinero una indulgencia y adquirir el derecho de ir directo al cielo, mientras millones de pecadores pobres deberían pagar sus pecados en el infierno. Un privilegio que sin duda corrompía los principios y las enseñanzas de Cristo sobre la igualdad de todos los fieles frente al pecado, el cielo y el infierno.
En nuestro medio las elites heredaron del régimen colonial y de nuestro pobre republicanismo la mala costumbre de comprar y vender privilegios. En la época de la Colonia un comerciante y propietario de grandes extensiones de tierra, llamado simplemente Jorge Miguel Lozano, quería ser más igual que los demás terratenientes de su época y decidió comprar un título nobiliario que el Rey de España, Carlos III, estaba vendiendo para acrecentar sus arcas reales y paliar las deterioradas finanzas del imperio. El título comprado le permitió a Jorge Miguel llamarse Marqués de San Jorge, solo que el muy avispado no pagó la obligación que tenía para convalidar el título de marqués. Desde entonces somos un país de evasores y de vivos.
En el siglo XIX votar no era un derecho para todos, sino un privilegio de quienes tenían dinero. En las primeras constituciones adoptadas en la naciente nación, solo podían votar los hombres mayores de edad, casados y que poseyeran propiedades. No podían hacerlo esclavos, analfabetas, mujeres, ni pobres. La Constitución de 1886, por ejemplo, estableció que para poder votar era necesario en primer lugar ser hombre, y además saber leer y escribir, tener ingresos anuales de más de quinientos pesos o propiedades cuyo costo fuese superior a mil quinientos pesos. Las mujeres no existían para la democracia ni para el sistema electoral. Ese era el tamaño de nuestra democracia en un país donde la inmensa mayoría de los ciudadanos de entonces eran analfabetos y la propiedad sobre la tierra descansaba en un puñado de terratenientes.
Los privilegios en Colombia han sido el resultado
de la combinación de todas las formas de lucha
por parte de las castas dominantes de ayer y de hoy
Los privilegios en Colombia han sido el resultado de la combinación de todas las formas de lucha por parte de las castas dominantes de ayer y de hoy. La principal forma utilizada ha sido “a sangre y fuego”, la guerra es el gran negocio. Pero también los gobiernos y las leyes han sido utilizados para otorgar y adquirir privilegios de todo orden, sobre la tierra, el agua, los recursos naturales, el espacio público, los cargos públicos, las elecciones, en fin, el mundo de la compra y ventaja de privilegios es amplio y ajeno.
La alcaldada de la venta y compra del pico y placa es solo un doloroso ejemplo de hasta donde hemos llegado, o mejor aún, hasta donde han llegado los detentadores del poder y el profundo silencio que guardamos ante sus desmanes, mientras refunfuñamos a solas.