Hace unos días circuló en las redes sociales una recapitulación de la historia reciente de Colombia llena de aseveraciones inexactas o falsas: Gustavo Petro convierte a Gaitán en vocero altruista de las clases trabajadoras cuando era más bien un politiquero clientelista clásico con discurso populista, explica la estructura de poder actual como resultado de la apropiación de las instituciones por castas y olvida que el ordenamiento institucional vigente se definió en la Asamblea Constituyente de 1991 con participación significativa del M-19, aduce que la gestión municipal es el motor de la economía local sin considerar lo que ocurre en la economía nacional, le imputa a la guerrilla a las FARC el papel de fuente central del miedo en el país rural pese a que cuatro quintos de los muertos en los conflictos de los últimos treinta años desde los tiempos de Fidel Castaño son imputables a ejércitos privados, y asigna resultados mágicos para el bienestar de las comunidades a esquemas de redistribución insostenibles que estableció durante su alcaldía.
Petro ignora de manera olímpica el caos en la gestión de Bogotá entre 2012 y 2015. Sin embargo, preocupa más su apreciación sobre el ordenamiento de la economía: reconoce que son los empresarios quienes invierten y asumen los riesgos de acertar o equivocarse en los cálculos de expectativas, pero acto seguido asigna al Estado la tarea de asignar recursos a pequeños emprendedores y campesinos minifundistas para que ellos sean los dinamizadores de la economía. No ofrece propuestas para mejorar la calidad del gasto público con el fin de enderezar la productividad, ni propone un modelo de gestión adecuado para evitar la inestabilidad organizacional que caracterizó sus cuatro años al volante de la capital. Tampoco muestra lo desfavorable: se centra más bien en haber suministrado alimentación a los niños y llevado los médicos a las casas de algunos ciudadanos de estratos menos favorecidos. Cabe recordar que esta fórmula no funcionaría si todos los ciudadanos de estamentos modestos la exigieran, por lo cual no es sostenible. Propone dejar de depender del petróleo, pero no ofrece alternativas concretas y realistas. No comparte cifras para ilustrar su propuesta sobre cuánto dinero se necesita para materializar sus planes ni de dónde va a salir.
No habla bien de los colombianos que quien despliega estos niveles de irresponsabilidad intelectual sea quien tiene más intención de voto para administrar a Colombia. La culpa es del sistema político vigente, que facilita el surgimiento de esta clase de enunciados. Los demás candidatos no parecen ser mucho mejores. Cada una de las aspiraciones tiene sus tachas, unas por pobreza en sus propuestas, otras por falta de sentido de las proporciones en sus propuestas, otras por lunares en su pasado. Ningún aspirante reconoce que el sistema político requiere revisión, porque ni el legislador hace bien su tarea, ni la justicia funciona con prontitud y buen nivel, ni la calidad del gasto público es siquiera mediocre, razón por la cual la distribución del ingreso es muy desigual, la productividad es muy baja y la educación pública básica, semilla del futuro, es muy deficiente.
Germán Vargas Lleras es un histérico mal educado (en todos los sentidos) que impulsó un programa de vivienda pública como vehículo para desplegar competencias, con resultados discutibles desde muchos puntos de vista. Procede poner en tela de juicio la pertinencia de regalar casas con dinero necesario para sostener los programas públicos de educación y salud.
Claudia López es vertical e inteligente, pero apasionada y poseída de sí misma, razón por la cual ha diseñado como plataforma de lanzamiento un referendo sobre medidas contra la corrupción que pueden resultar contraproducentes para el Estado y los ciudadanos, y que no abordan la necesidad de establecer procesos públicos transparentes con carácter permanente, fundados en la participación de todos los habitantes en la defensa del interés general; diseñar y poner en práctica la pedagogía apropiada para ello, aunque no imposible, es tarea de romanos, que las propuestas no contemplan en forma alguna.
Clara López parece olvidar el silencio cómplice que guardó como Secretaria de Gobierno de Samuel Moreno Rojas en la administración distrital cuyo resultado fue un nivel de corrupción impensable, al menos hasta ese momento.
Los aspirantes del Centro Democrático tienen la tacha de acatar órdenes e instrucciones de un jefe que ya tuvo su oportunidad de enderezar la ruta de la Patria y no lo hizo; se recuerda cómo la oficina de Álvaro Uribe estuvo abierta a los grandes exponentes del clientelismo, y los logros en salud e infraestructura fueron nulos si no negativos. Además tuvo el respaldo popular para hacer los cambios de diseño de procesos públicos necesarios para ordenar en alguna medida el Estado en Colombia, y no lo hizo.
Alejandro Ordóñez es enamorado de sí mismo, pero por fortuna no tiene ninguna posibilidad de triunfo, al menos en el país de hoy, pues no tiene el carácter ni la formación para presentar a los electores propuestas apropiadas.
Humberto de la Calle se ha postulado, pero no es claro que cuente con el respaldo de su partido, ni son congruentes sus apreciaciones en materia económica con las necesidades del país hoy.
Sergio Fajardo, por razones que nadie se explica, parece no creer que sea necesario para él hacer campaña. Es acertada la prioridad que le asigna a enderezar la educación, pero un discurso abstracto no va a lograr el resultado en las urnas. La sola actitud es inapropiada cuando solo faltan diez meses para las elecciones y la economía padece el estancamiento que resulta de la caída del precio del petróleo.
Jorge Robledo ha sido acertado para criticar al statu quo, pero sus propuestas son muy imprecisas; parecen orientadas a conseguir votos sin respaldo de números, y no reconocen la irrevocabilidad de los compromisos formales que el país ha asumido, en algunos casos en forma equivocada pero sin posibilidad de corrección, al menos dentro del marco dentro del marco del derecho internacional. En eso se parece al presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Ninguno de los candidatos muestra convicción sobre la importancia de enderezar la justicia. Hace cinco años el Ministro Juan Carlos Esguerra hizo una propuesta que se convirtió en reforma constitucional pero el presidente Santos decidió actuar como si lo aprobado no existiera porque en la versión final, que firmó el entonces presidente del Senado, Simón Gaviria, había unos embuchados inconvenientes. Lo cierto es que esa reforma tampoco abordaba de manera definitiva las razones que hacen muy lenta y de mala calidad la gestión de la justicia en Colombia.
Tampoco parece preocupar a los candidatos la mala calidad del legislador, reflejo de la ausencia de partidos políticos verdaderos, con programas serios, y además con capacidad para movilizar los recursos requeridos para la financiación clara de las campañas políticas, ni se denuncia la falta de autonomía regional para materializar planes de desarrollo social y económico con impacto duradero. Ninguno cuestiona el inadecuado ordenamiento de los territorios, en el cual los departamentos no tienen oficio claro. No se pone en tela de juicio el régimen presidencial, que concentra muchas responsabilidades en una sola persona y exonera de asumirlas a quienes son políticos por profesión. Es pertinente anotar que el único país desarrollado con régimen presidencial es Estados Unidos, cuyo sistema político, casi intacto desde finales del siglo dieciocho, requiere revisión urgente.
Colombia padece los problemas de un Estado sin capacidad para atender los problemas que hacen del país uno de los más violentos y a la par de regímenes autoritarios en transparencia. El auge de la guerrilla, de la coca y de la minería ilegal es consecuencia natural de la ausencia de instituciones públicas en la periferia, concepto que cobija no solo los sitios remotos sino también las barriadas de las ciudades grandes, donde bandas con cultura criminal ejercen el poder coercitivo. La pobreza de las fórmulas para respaldar aspiraciones es la más contundente evidencia del agotamiento de las instituciones nacionales. Se requiere otro ordenamiento, fundado en la participación ciudadana, y construido sin las conciliaciones con los funcionarios de turno que desdibujaron el proceso de 1991. El propósito es simple: tener los beneficios de un Estado capaz de enfrentar su tarea. Colombia tiene gran potencial para superar los evidentes problemas. Es más fácil lograrlo con un alto en el camino para rehacer el avión en pleno vuelo que convivir con el desorden existente. ¿Qué ofrecen los aspirantes al solio de Bolívar?