La cuestión con el calentamiento global y con el cambio climático es que sus consecuencias más extremas no las padecen quienes provocan aquellos fenómenos. A las empresas gringas o chinas productoras de manufacturas les importa un pepino que en sus procesos productivos se emitan millones de toneladas de CO2, las cuales por cuenta del efecto invernadero, derretirán glaciares, aumentarán el nivel de los mares, acarrearán avalanchas e inundaciones, destruirán ecosistemas y especies marinas, borrarán islas y poblaciones costeras, dejarán una estela de miles de muertos.
Las consecuencias pueden ser aún peores si el artículo producido es un vehículo o un equipo industrial, los cuales tienen la capacidad de generar contaminación durante los quince o veinte años de su vida útil.
En el fondo hay una realidad. Los precios de los bienes incorporan el costo físico de su producción, la mano de obra, el componente financiero, etc., pero no tiene en cuenta el valor de los perjuicios que su producción vincula, llevando decenas de países frágiles y pobres a invertir sumas inmensas para resarcir o mitigar los daños que producen otros. Que en estas materias exista un subsidio al revés: de las víctimas a los causantes, de los pobres a los más ricos, parece ser una cuestión intrascendente.
Si existiera la justicia en las relaciones internacionales toda manufactura cuya producción o uso tenga potencial para alterar el clima o afectar la vida en el planeta, debería incorporar en el precio una proporción dedicada a contra restar o prevenir esos efectos. Esas sumas tendrían que distribuirse entre las naciones afectadas mediante algún mecanismo multilateral. Pero lo anterior no es más que un sueño. Con la salida de Estados Unidos de los acuerdos de París, las dilaciones de China, la actitud remolona de otras naciones industrializadas, el mundo enfrenta en estas materias una situación de sálvese quien pueda.
Siendo esta la circunstancia, existe la idea bien fundada de que nuestro país va en contracorriente de las estrategias que resultarían pertinentes. No tenemos políticas claras con relación a la conservación de nuestras selvas, humedales y bosques; la institucionalidad del sector es inapropiada, y muchas de las decisiones públicas impactan de manera negativa el medio ambiente.
Según datos confiables el año anterior en el planeta se perdieron cerca de diez y seis millones de hectáreas de bosques y Colombia aportó unas cuatrocientas treinta mil hectáreas a esa destrucción. Para entender la magnitud del desastre digamos que se trata de una superficie equivalente a dos veces lo que se tiene dedicado a la producción de caña de azúcar en el Valle del Cauca.
En el planeta se perdieron cerca de 16 millones de hectáreas de bosques
el año pasado y Colombia aportó unas 430 000 hectáreas
a esa destrucción
En cuanto a la organización institucional la situación es sombría. En buena parte de las entidades responsables prevalecen la politiquería y la corrupción, mientras la dispersión y falta de claridad en la asignación de competencias es evidente. En el tema convergen las corporaciones regionales, la Agencia Nacional de Licencias Ambientales -Anla, el Ministerio del Medio Ambiente y las secretarias locales.
La situación de las Corporaciones Regionales en su mayoría burocratizadas y politizadas requiere atención inmediata. No es aceptable la lentitud paquidérmica con la que actúan. Tampoco se justifica que existan treinta y tres de estas entidades., cuando su número y área de influencia deberían estar determinados por consideraciones estrictamente técnicas y no politiqueras.
Lo que se viene presentando con relación a la reserva Van der Hammen ilustra las dificultades de nuestra institucionalidad para mantener consistencia en estas materias. Desde el año 2001 el Ministerio del Medio Ambiente había reconocido el valor ecológico de aquella área y la necesidad de darle una protección especial. Esta determinación detuvo el intento del alcalde Peñalosa durante su primer mandato de urbanizar el sector.
Posteriormente en el 2014 el Consejo de la Corporación Autónoma Regional de la Sabana expidió el plan de manejo ambiental de la reserva buscando asegurar su carácter de área de conservación. En su nuevo mandato Peñalosa, relanzó la idea de desarrollar la zona y su propuesta recibió la acogida del Tribunal Administrativo de Cundinamarca. Pero el criterio de esta corporación cambió en pocos días y la determinación final sobre el tema está ahora en manos de la CAR de la Sabana.
Es necesario considerar que la decisión tomada por la CAR tendrá valor simbólico sobre el compromiso del Estado colombiano para preservar el amenazado ecosistema andino. Los glaciares de nuestras altas cumbres se están derritiendo, algunos especialistas no les conceden más de treinta años de permanencia; nuestros páramos, verdaderas fábricas de agua presentan graves afectaciones. Permitir que se cambie el uso de las mil cuatrocientas hectáreas de la Van der Hammen puede representar un duro golpe tanto para la regulación térmica como para el equilibrio medioambiental del altiplano y las poblaciones del altiplano cundiboyacense.
¿Será que las autoridades distritales tienen derecho a insistir en una idea que afecta moradores distintos a los de Bogotá, y puede representar un mal ejemplo para Colombia?