Hay una línea delgada entre expresar una emoción genuina y hacer el ridículo. Caminamos todos por esa línea, a diario. En algunos casos, el tránsito ocurre en público y entonces es asunto de todos. En estos días, son “los políticos” y las vacunas los que andan entre la emoción y el ridículo. Yo no condeno la emoción: a mí sí me parece conmovedor que la humanidad esté vacunando a millones de personas al día. Es un gran logro para la ciencia. Aunque el desarrollo científico sea de unas pocas empresas y países, yo, como pocas veces, sí sentí la emoción de ver que, en cuestión de meses, la especie humana tiene una herramienta para atacar el virus. El problema es cuándo la emoción genuina se utiliza para un acto ridículo: ¿qué tiene que hacer un político metido en un cuarto cerrado con varias personas mientras vacunan a otra? ¿a cuenta de qué tiene un político que posar su mano sobre una paciente que está sentada esperando una inyección? Es un sinsentido, como tantos otros, pero este además es peligroso: por esperar a un político para la foto, trastearon varios minutos las vacunas de un lado para el otro; una de las recomendaciones médicas es no estar en lugares cerrados con varias personas y mucho menos estar poniendo las manos de uno sobre el otro. El gesto, además, es incómodo, desde la posición del poder político se ocupa el espacio del paciente, una trabajadora del sector de la salud que, por supuesto, difícilmente puede negarse a participar del escenario montado.
¿Qué tiene que hacer un político metido en un cuarto cerrado con varias personas mientras vacunan a otra?
No es cierto lo que argumentan algunos: dicen que lo que toca hacer es vacunar y ya, en silencio y en masa. Hay dudas en amplios sectores de la población sobre la vacuna, es todavía muy difícil entender quién y cómo puede recibir la vacuna, llegará en tiempos distintos a diferentes lugares, entre otras. Se necesita entonces, sin duda, una pedagogía intensa. Y, más allá de las indignaciones constantes y fáciles contra ellos, por supuesto que los políticos deben jugar un papel. Por la manera en que decidimos organizar esta sociedad, los políticos elegidos tienen responsabilidades públicas, en este caso, desde conseguir las vacunas hasta liderar esas campañas pedagógicas. Por eso mismo, la emoción del político es particularmente válida: es natural que quien conduce su ciudad, su país, en una pandemia sienta orgullo, al menos un alivio, cuando vacunan a un ciudadano en su sociedad. Así esté tarde, como en Colombia. Pero eso no tiene nada que ver con lo de meterse en espacios médicos a posar para fotos. La intuición del político detrás del acto debe ser elemental: al participar de una foto mientras vacunan a alguien, yo me beneficio de la asociación que hace quien observe el momento. Dudo que funcione.
Más allá de la emoción que se convierte en ridículo peligroso, pienso que la discusión sobre la vacunación debe traer implicaciones más profundas. Al fin y al cabo, esperamos que desde hoy ya no haya más fotos de vacunas y gobernantes, ese tema afortunadamente se va a agotar. Para profundizar la reflexión, en primer lugar, hay que resaltar que la decisión sobre dónde se pondría la primera vacuna era relevante. En un país con tanta desigualdad entre personas, pero también entre regiones, la señal de que las vacunas llegarían a todos los lugares más allá de las grandes ciudades, en particular de Bogotá, tenía un valor. Esta es la hipótesis principal de esta columna: la pandemia, y el asunto de la vacunación en especial, puede convertirse en un momento importante en la construcción de un mejor Estado en Colombia (y en el resto del mundo). Y en este país un mejor Estado pasa, para empezar, por algo elemental: que haya Estado en todo el territorio. Grandes espacios colombianos jamás han tenido ningún tipo de Estado: en algunos casos ha sido reemplazado por las guerrillas, los paramilitares y en otros por la nada, por el poder del más fuerte del día. Señalar entonces que la vacuna, conseguida por el Estado colombiano para atajar el avance del riesgo más grande que ha enfrentado la humanidad en décadas, empezaba por entrar al país por una de sus ciudades más pequeñas podía ser valioso. Me parece que lo realmente polémico habría sido que la vacunación empezara por Bogotá. Infortunadamente, el símbolo quedó sumergido en las pequeñeces de un lado y del otro. Oportunidad parcialmente perdida.
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El orden en que se pondrán las vacunas revelará si logramos trascender una tendencia histórica: la de élites económicas y políticas abusando de su poder para aprovechar los recursos públicos
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En segundo lugar, más allá de la distribución geográfica, el orden en que se pondrán las vacunas a las personas es importante porque revelará si logramos trascender una tendencia histórica: la de élites económicas y políticas abusando de su poder para aprovechar los recursos públicos. Recibir una vacuna en estos tiempos es un inmenso privilegio. Colombia, y América Latina por su atraso estructural, tomarán un buen tiempo para vacunar a la mayoría de la población. Aunque los casos irán bajando, todavía falta mucho camino para que estemos a salvo de morir por el virus. El acceso entonces a la vacuna, si hemos construido una sociedad regida por un Estado más justo, deberá seguir criterios científicos y transparentes, ningún otro. No hay que ir muy lejos para ver esto cómo puede salir al revés, de la manera usual en esta región: en Venezuela, se van a vacunar miembros del aparato chavista y políticos, independientemente del nivel de riesgo que tengan por su edad o sus comorbilidades; en Perú, más grave aún, cientos de poderosos, empezando por el expresidente Vizcarra y su ministra de salud, se vacunaron, a escondidas, mientras miles de peruanos seguían muriendo a diario. Parece un detalle menor pero no lo es: si en Colombia, además de construir Estado llevando un bien público como la vacuna a todos los rincones, logramos que se vacunen quienes son priorizados por los especialistas, y no por quien tiene un poder político o económico, habremos dado un paso significativo.
En un trabajo clásico, el sociólogo Charles Tilly, concluyó que “las guerras construyen Estado, y los Estados hacen las guerras”. Su trabajo es un estudio enfocado en Europa, durante un período de mil años, entre el año 990 y 1992. La preparación para las guerras, principalmente por la necesidad de financiación que forzaba a crear algún tipo de estructura para conseguir impuestos, fue fundamental para que aparecieran los Estados europeos. Otro sociólogo, Miguel Ángel Centeno, matizó este hallazgo: el estudio del caso latinoamericano desde el período de la independencia, sugiere que las guerras – o su ausencia- pueden terminar, no solo destruyendo Estados incipientes, sino dejando tan solo “sangre y deudas”. Quisiera pensar, y todo parece indicar, que no serán con guerras que se construya un mejor Estado en estos tiempos. Paradójicamente, la pandemia puede ser una oportunidad para fortalecer el Estado, al impulsar actividades de ciencia, tecnología e innovación, pasando por fortalecer los esquemas de educación virtuales y recuperación de la infraestructura educativa hasta crear un sistema de salud pública con la capacidad logística y humana de vacunar a millones de personas en poco tiempo. Y, lo más importante, la pandemia puede enseñarnos que el acceso y la relación con ese Estado no debe depender jamás del poder de los individuos.
Que aprovechemos la oportunidad depende, por supuesto, de trascender la toma de fotos ridículas y los debates infinitos sobre ellas.
@afajardoa