La lucidez es la herida más próxima al sol. (René Char)
La manida frase de que somos animal político tiene tanto de largo como de ancho. Incluso, si Aristóteles reviviera en estos tiempos, saldría mal librado al ver en que se convirtió la obsesión ateniense de su época.
Qué bien lejos estamos de esas definiciones en estos momentos. El partido político que más militantes tiene es el PIC, el Partido de la Indiferencia Ciudadana.
Y no es solo un comportamiento localista y parroquiano. No. En todas partes del convulsionado mundo de la democracia occidental —con excepciones en los países nórdicos— se respira el mismo aire de indiferencia por la política, así de chiquita, sin mayúsculas que la sostengan.
Por culpa de los adeptos del PIC, que ya son mayoría y quizá no sé si me cuento entre ellos, es que gran parte de la indiferencia por la política (en minúsculas) nos ha llevado por este laberinto insalvable y casi que trágico.
El día que el PIC se organice y expida carné de militantes, será casi una segunda cédula de ciudadanía en la “sociedad del me importa un culismo” a la que estamos condenados.
Haga una revisión somera y rápida por las democracias vecinas del continente. Sobran dedos para contar aquellas que se ufanan de ser sólidas, de larga trayectoria, legítimas y que aún mantienen a la sociedad con un balance favorable entre las expectativas ciudadanas y las realidades transformadas.
Buenos propósitos es lo que abundan en el estéril camino de los cambios democráticos y los ajustes de cuentas con la deuda social.
Mientras, la ciudadanía entrega lo público a sus protectores ungidos en cada ceremonia electoral y después, al mejor estilo del sinvergüenza del pueblo chico, reclamamos con decencia y con descaro simultáneo; que cumplan con lo prometido en la feria de las promesas hechas con pompas de jabón en medio de una ventisca.
Lo cierto es que la política está secuestrada y sin dolientes. Nadie ofrece recompensa ni por sus captores como tampoco por liberarla de ese yugo aterrador.
¿Para qué sirve la política? ¿Es posible un mejor arreglo social sin su presencia lastimera?
Creemos que sí sirve. Pero también tiene su largo trecho de inutilidad entre las cosas útiles que los humanos hemos creado. Es decir, también no sirve.
Creemos que sin ella es posible un arreglo social más perfecto porque desaparecería ese afán totalitario de dominación. Pero también caeríamos en las manos acertadas o equivocadas de la barbarie de la razón y sus herejías.
En el entretanto los actores vuelven a cambiarse de máscaras y variar el maquillaje con el que cerrarán el acto final de la comedia. Al ciudadano le encanta el teatro de la democracia. Se siente cómodo en medio de las tramoyas del escenario y de las componendas de los libretistas. Mucho de encanto tienen las representaciones que a diario el político ejecuta para satisfacer a la masa amorfa y sedienta de promesas líquidas.
¿Por qué nos encanta que nos engañen? ¿Qué tipo de gozo sentimos cada vez que un político nos queda mal?
No hay nada más gratificante en nuestra cultura de Estado patrimonial que quien defienda lo público termine cercándolo en alambres de púas y registrando la escritura en notaría pública a su nombre. La osadía de apropiarse de lo público no se paga con señalamientos y condenas sino con admiraciones y veneraciones pueriles.
Es tanta la útil inutilidad de la política que el ciudadano siente un gozo cercano a lo sexual cada vez que él mismo se da la razón con el político de turno: era igualito a los demás.
Se disfrazan. Pero los reconocemos.
Se mimetizan entre los buenos. Pero su olor los delata.
Se arrepienten. Pero al poco tiempo caen en las mieles del recuerdo y se untan.
Con todo y eso, seguimos detrás de ellos, los veneramos y pensamos que sin su báculo totémico no habrá salvación en esta tierra de impuros. Puede ser el político más ordinario, atropellador —y hasta asesino demostrado— o el más refinado, creído o perfumado malandrín, un intelectual de Wikipedia o un ratón de biblioteca y de citas interminables; pero por el solo hecho de ser político, es suficiente para generar admiración en cualquier sentido.
Los verdaderos intelectuales los desprecian. Los medio intelectuales los detestan. Los ateos de la política los sacrificarían en la hoguera. Los biógrafos les fascinan sus excentricidades. Los columnistas viven de ellos.
El pueblo raso al final elige a sus gobernantes unas veces por convicción y la mayoría de las veces por diversión.
Coda: Convencido estoy para recomendar una primera lectura o las necesarias al libro de Chantal Mouffe. El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia radical. Ed. Paidós, 1999.