"¿Existiría el Sáhara sin la envidia de la memoria del viento, sin las señales del fuego, la libertad de los pastos, la sombra de las acacias? / Sin el muro que separa nuestra carne, sin los hilos que siembran la muerte, sangre nuestra, ¿existiríamos?” (Tinduf)
Llegamos a la hermosa ciudad de Casablanca, Marruecos, la segunda semana de enero de 2001, para participar en el 34 congreso de la Federación Internacional de los Derechos Humanos. Había visto la película Casablanca, un clásico del cine, que ganó varios premios Oscar, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. El argumento de la película es la tensión entre el amor y la resistencia contra los nazis, Marruecos era una colonia francesa y en Francia gobernaba el régimen colaboracionista de Vichy.
Había conocido en París a Malika Oufkir, en una soirée larga en una tertulia de derechos humanos, en casa de una amiga común. Malika había sido adoptada por Mohammed V, educada en el Palacio Real en Rabat, hija del general Mohammed Oufkir quien intentó un golpe de Estado fallido contra Hassan II el 16 de agosto de 1972. Como consecuencia el general Oufkir fue asesinado en el despacho real sin proceso alguno. Lo más irracional, lo más despreciable, fue la desaparición forzada de la familia Oufkir, Fatéma la esposa del general y sus seis hijos menores de edad. Los enviaron al desierto donde los tuvieron en celdas separadas durante 8 años, sin que pudieran verse. La reunificación familiar no era el preludio de la libertad, sino de 12 años más de tortura, de hambre, de enfermedades, de aislamiento total del mundo, hasta que pudieron cavar un tunel y huir hacia París, luego de 20 años de la más arbitraria privación de la libertad. Sobrevivieron gracias a la tenacidad de Malika que educó a sus hermanos, que los curó, que les dio amor y esperanza[1].
Hassan II fue un tirano, violador de derechos humanos, no muy cuestionado por la comunidad internacional por sus relaciones cercanas al poder en Occidente, se decía descendiente directo del profeta Mahoma. Lo que le hizo a la familia Oufkir, niños inocentes y vulnerables, permitían concluir que sería capaz de las peores atrocidades para mantenerse en el poder, del que solo lo alejó la muerte el 23 de julio de 1999 producto de un paro cardiaco. Lo sucedió su hijo Mohamed VI, quien para distanciarse de la imagen de su padre, liberó presos políticos y permitió que se hicieran misiones internacionales de derechos humanos. Permitir la celebración del congreso de la FIDH en 2002 en Casablanca tuvo ese propósito, donde los recién liberados testimoniaron delante de una asamblea universal de defensores de derechos humanos, como habían sido víctimas de tortura, de largos años encerrados en un calabozo si ver la luz del sol, mal nutridos, en aislamiento absoluto, donde muchos murieron en el anonimato. Aquellos seres humanos nos narraban con miradas profundamente tristes y vacías, cuánto horror habían padecido luego de 15, 20 o 25 años desaparecidos sin recibir una visita, sin escuchar una noticia del exterior, perdiendo cabellos, músculos, disminuyendo su altura y resistiendo por el amor a vivir. Lloré con mucha tristeza e indignación el doloroso testimonio de Malika Oufkir, ahora de nuevo las lágrimas corrían por mis mejillas, de dolor solidario por los crímenes de Estado cometidos contra aquellos seres humanos.
En medio del abatimiento que me producía el conocer tanta vileza, se me acercó una joven árabe con su rostro cubierto con un hiyab rojo, que envolvía su cabeza y solo dejaba ver unos hermosos y vivaces ojos negros, que me habló en español y me saludó por mi nombre, me propuso que la acompañara porque me quería presentar a unos lideres de su país el Sahara Occidental, que era ocupado violentamente por Marruecos y querían que conociera la represión de que eran víctimas y la resistencia saharauí. Salí con aquella joven desconocida porque no me generaba desconfianza, caminamos en dirección al puerto de Casablanca, mientras me seguía hablando en perfecto castellano. De repente nos alcanzó un carro negro largo, al que me pidió subirme y al que ella no se montó. Me reproché por confiado porque los hombres que iban en el vehículo estaban inquietos, estaban armados y miraban con desconfianza a todos lados por temor a ser seguidos.
Mis inesperados anfitriones me llevaron a una casa muy cerca del mar donde recibía una brisa fresca y el murmullo de las olas que golpeaban contra la orilla, se excusaron y me hablaban en castellano con acento español, eran cuadros del Frente Polisario, movimiento de liberación nacional del Sahara Occidental, que habían luchado contra la dictadura y ocupación franquista, como contra la ocupación de Mauritania de su territorio y ahora luchaban contra la ocupación de Marruecos y por conseguir la autodeterminación del pueblo saharaui. Me hablaron del por qué habían tenido que recurrir a la resistencia armada, de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos de que eran víctimas y querían que transmitiera su mensaje a todos los latinoamericanos presentes en el Congreso de la FIDH, la demanda de solidaridad para con su pueblo. Así lo hice y desde entonces asumí el compromiso de contribuir a la causa de la autodeterminación y reconocimiento de la República Árabe Saharaui Democrática, Sahara Occidental, que sufre un muro de aislamiento internacional, un muro que separa su pueblo y sus familias y una nueva agresión militar por parte de Marruecos, estallando de nuevo la guerra el 14 de noviembre de 2020.
Hay muchos muros que han dejado marca en la historia. Algunos de ellos perviven hasta el día de hoy; aún quedan vestigios del muro de Adriano en las islas británicas y qué decir de la Gran Muralla China, única construcción humana visible desde el espacio.
En la época contemporánea, el más famoso es el de Berlín, ciertamente de no muy grata recordación por haber partido en dos la ciudad más icónica de Alemania. El 13 de agosto de 1961, literalmente de la noche a la mañana, los berlineses se levantaron con la sorpresa de que una enorme pared separó la urbe, a muchas familias que no volvieron a verse en decenas de años y en algunos casos pasaba por la mitad de las viviendas. Alguien lo bautizó con el lapidario nombre de “muro de la infamia" o “muro de la vergüenza”, que por fortuna fue derribado el 9 de noviembre de 1989, uno de los símbolos de la “Guerra Fría”, que permitiría la reunificación alemana.
La sombra de esa edificación es tal que apenas sí se recuerdan ocasionalmente otros no por poco publicitados menos reales. Así tenemos el que divide grandes partes de la Palestina ocupada por Israel, el de Trump para impedir el ingreso de inmigrantes al sur del Río Bravo a los Estados Unidos y, menos conocido aún, el que levantó el gobierno de Marruecos en pleno desierto del Sahara Occidental o español. No es solamente un gran muro, sino que también lo componen un conjunto de instalaciones militares de 2.720 kilómetros de longitud, que separa a familias saharauis, que llevan décadas sin poder reunirse. Además, se cobra vidas constantemente, ya que está rodeado de campos de minas antipersona y antitanques. Fue construido en los años 80 para aislar a los saharauis desplazados en el desierto, en el este del Sahara Occidental, de las dos terceras partes del territorio, donde están las principales ciudades y la costa, en manos del ocupante.
La historia de este país es una sucesión de despojos desde la irrupción de los guerreros del islam en el siglo VII hasta fines del siglo cuando llegaron los españoles, cuya colonización duró hasta 1975. Por eso, con la muerte de Francisco Franco y con el fin de su dictadura, se esperaba que por fin los saharauis obtendrían su independencia, pero no. Los hispanos abandonaron el territorio, pero prácticamente entregándolo a Marruecos y Mauritania, que se lo repartieron arbitrariamente.
Antes de eso, sacando partido de la agonía del “Generalísimo” y de su prolongado régimen surgido de la guerra civil española, hacia finales de 1975 el rey Hassán II, quien, invadió la parte norte, tanto con fuerza militar, como con cientos de miles de civiles que ingresaron apoyados totalmente por el gobierno en una acción conocida como la “Marcha Verde”.
Se inició entonces otra fase de la lucha, en medio de la cual en 1976 se proclamó la existencia de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) por parte del Frente Popular de Liberación de Saguia El Hamra y Río de Oro (Frente Polisario), representante de los habitantes ancestrales. Golpeada por los patriotas, Mauritania se retiró del escenario, pero la ocupación por parte de Marruecos se hizo más aguda y violenta, al grado que las dos terceras partes de la población autóctona huyeron al exilio, principalmente hacia la región argelina de Tinduf, donde todavía un gran porcentaje del total de cerca de un millón de personas componentes de este pueblo permanece en campos de refugiados.
Los recios combates en las dunas y pedregales en los que la escasísima humedad se condensa ocasionalmente en ríos intermitentes conocidos como uadis, llevaron a que en 1991 el Polisario y Marruecos, sellaran un armisticio que abriera un espacio para solucionar el conflicto con base en las resoluciones de Naciones Unidas que contemplan la realización de un referendo en el cual el pueblo sea quien decida su futuro.
La gran dificultad estriba en el censo electoral, es decir, quiénes tienen derecho a votar en dicho referendo, ya que el gobierno marroquí pretende incluir en él a sus nacionales transferidos a raíz de la mencionada Marcha Verde y a sus descendientes, todos los cuales son ahora mayoría.
Ahora, cuando termina en medio de grandes convulsiones el 2020, tras casi 30 años se reinicia la guerra entre los contendientes a raíz de las acciones de los ocupantes que atacaron a civiles saharauis que protestaban por el uso abusivo por parte de Marruecos de la llamada brecha de Guerguerat en la frontera entre la zona ocupada y Mauritania, al sur del territorio.
Las autoridades de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), a través del Ejército Popular de Liberación saharaui, salieron en defensa de sus ciudadanos y las acciones escalaron hasta desembocar en enfrentamientos directos entre ambos ejércitos y la declaración de guerra, por parte del gobierno de la RASD. Así, el Polisario bombardeó los puestos militares marroquíes a todo lo largo del muro, así como otras bases y puntos de apoyo y abastecimiento de la fuerza armada colonial.
Revive así otra de las tantas guerras olvidadas, en la que un pueblo que ha combinado firmeza y diplomacia agotó su paciencia ante la situación de dominio y explotación inmisericorde de sus recursos por parte del invasor. La conciencia del mundo exige una solución en el marco del principio de soberanía y autodeterminación de las naciones. Aún es tiempo para una salida diplomática al conflicto en el marco de las resoluciones y principios de la ONU y la voz de Colombia, que desde 1985 reconoció a la República Árabe Saharaui Democrática debe ser consecuente con estos postulados.
Termino este escrito citando al poeta saharauí de la resistencia Sidi M. Talebbuia, que sus palabras nos interpelen para decirle al pueblo del Sahara Occidental que no está solo:
“Saharauiya munadila/ Lleva tu lucha por bandera/ Al opresor, resistes los golpes. /Orgullo de tus hijos /Ejemplo para tus hombres/ Saharauiya libertaria /Ejemplo para el mundo/ Pisando fuerte por donde vayas/ Tu lucha es mi lucha/ Mi libertad es la tuya”.
[1] El relato de esos 20 años de sufrimientos, de represión injustificable, de desaparición forzada de una familia entera puede ser leído en el libro La Prisonnière de Malika Oufkir y Michèlle Fitoussi . Ed. Grasset, París.