La declaración universal de derechos humanos de 1948, constituida como la más sólida estructura de convivencia y tolerancia del siglo XX, parecía ser el punto de cierre para que ningún discurso ni practica de odio e intolerancia del tipo nazi o fascista volviera a ocurrir y junto con el refuerzo local de la constitución de 1991, se abría la puerta a una modernidad con sociedad de derechos, libre de odios, crueldades, falsedades y abolición de la maldad y la barbarie. Las ultraderechas, del mundo lo impidieron, la local hace lo propio, desplegar sus banderas para no dejarse arrebatar el poder.
Colombia en democracia, y con los últimos cinco presidentes, gobernando entre complicidades de derechas y ultraderechas, padeció un genocidio silencioso (¿blando?) de indígenas, defensores de derechos y opositores políticos y el “exterminio” de un partido político completo, por ser de izquierda a los ojos del bloque de poder, que en los años 50 la había prohibido por decreto.
Debilitaron las estructuras del estado para asentar privilegios de clase, degradar derechos y alterar la convivencia pacífica, conforme al control del estado dirigido a satisfacer su interés asociado con recursos y oportunidades de influencia entre sus propias víctimas. Los actores políticos tradicionales liderados por los expresidentes (de derecha), los grandes inversionistas dueños de la mitad de la riqueza del país (tierras, bancos, medios de comunicación y de producción), gobernantes y clanes regionales y congresistas subalternos, configuran hoy un bloque que preocupado por la previsible afectación, perdida o alejamiento de estos beneficios, utiliza nuevas y viejas estrategias para mantener activa una base de apoyo, con seguidores y simpatizantes que respalden su agenda y políticas centrada en impedir la gobernabilidad al precio que sea, como alternativa de comunicación que ante la carencia del estado a su servicio tiene poco que ofrecer.
Al perder el poder, al bloque de élites le asiste el temor de que su visión ideológica del estado y la sociedad sea revertida, desmantelada o sean puestas al descubierto prácticas y entramados de corrupción, clientelismo y apoyo a la barbarie padecida. Pero a la vez temen perder el apoyo de su base social, forjada con la seguridad democrática y el No a la paz. Para mantener vigencia y cierto grado de influencia en sus seguidores, encubren su ideología de ultraderecha y sus estrategias de poder, para la continuidad de ellos directamente, con una agenda desestructurada (todo vale) de malestar socioeconómico provocado por ellas mismas. Como salida de caza ven las calles, que no conocen, transitan, ni les da tranquilidad, y a las que desprecian cuando tienen gente en estado de vulneración, calles que abominaron y de las que son los verdugos de sus víctimas a quienes ahora acuden. En las calles tratan de instalar su propia agenda política, motivada con la idea de que son y representan un gobierno paralelo y señalan sus crisis de hegemonía y de orfandad de poder como crisis del gobierno popular, del que sencillamente quieren deshacerse de la forma que sea.
Los congresistas desfilan en las calles como héroes, visten de blanco y empuñan banderas contra, (son la real contra), pero como apátridas no asisten a los debates en las sesiones legislativas, en las que ha ido cambiando la costumbre del voto útil previamente pactado, de bancada (manada) orientada por expresidentes. Algunos congresistas, altos cargos del estado y militancias enajenadas por el odio atraídos hacia la ultraderecha, activan técnicas de poder y comunicación para volver la vida del gobierno popular una imagen, un objeto, en búsqueda de frenar avances hacia la sociedad de derechos, y que todo fluya hacia una sociedad del escándalo afectando las culturas de ciudadanía, legalidad y paz y haciendo florecer (viral) el irrespeto que lleva a que el valor de lo público decaiga, lo privado se sobredimensione y la percepción de bienestar se altere.
El bloque de élites motiva olas de indignación, manipula y confunde multitudes, que por ahora no reproducen formas organizativas sólidas, pero que son el germen que a mediano plazo pueda convertirse en una organización de masas volcada hacia la ultraderecha, como ha ocurrido en algunos países de Europa guiados por xenofobias, hambre, desempleo, racismos, machismos. El fluido de estas olas de indignación apuntadas al pecho del presidente, están creadas por la rabia de las élites contra el gobierno popular, no es contra las reformas, sus textos o articulados, no les molesta nada en particular, salvo que el gobierno popular no sea controlado por ellos mismos.
La indignación del bloque de élites es contra la manera de organizar el poder sin ellos, en sus temores responden con olas de movilización que no están fundadas en la dignidad, ni tienen un discurso público común, carecen de la firmeza, rebeldía y actitud de resistencia, que fue justamente lo que combatieron con fiereza y sevicia criminal. Estas olas en movilización, aunque tengan comunicación replicada, sembrada con cizaña y sin cesar por los medios, bodeguitas y bots de redes, con libretos preparados de las “oficinas” de propaganda, no tienen dialogo, ni discurso, carecen de vínculos vitales, son una multitud fragmentada, a la que se le inyecta odio para golpear la estabilidad del gobierno y a afectar hasta donde sea posible la confianza del pueblo en él.
P.D. Construir el imaginario de la ciudadanía respetable, de la persona como respetable y de la dignidad como motor de la convivencia en el respeto por el otro, por su vida y entorno, es tarea común y allí no pueden caber frases como “presidente se aquieta o lo aquietamos” del congresista Polo-Polo, que bien merece de la ultraderecha adentro de sí misma, revisar estos apátridas desvaríos