Observé por las redes la difusión de videos e imágenes de guerrilleros y guerrilleras de las FARC-EP trasladándose a las Zonas Veredales Transitorias de Normalización, en las que se llevarán a cabo la dejación de las armas y la reincorporación a la vida civil. No pude evitar la tristeza al pensar que se trata de la última de sus marchas como movimiento insurgente.
Recuerdo que en mis primeros días en filas escuché a algún camarada hablar de las marchas. Las definía como lo más bonito que tenía la vida guerrillera. En ellas se ponía a prueba el temple de los combatientes. Primero por el peso que se debía llevar a la espalda en los equipos, el cual solía rondar las tres arrobas, a las que había que agregar las fornituras y las armas.
El esfuerzo físico que implicaba aquello exigía fortaleza corporal y moral. Eran horas y horas de tránsito por todo tipo de relieves y cualesquiera fueran las condiciones del clima, bajo el sol o la luna si la había. Por lo regular durante varios días, que en ocasiones podían ser semanas o incluso meses. Cada uno debía responder por sí mismo, no podía ser la traba para el conjunto.
Producía molestia cuando alguno se quedaba por obra de la fatiga y retrasaba la marcha del colectivo. Por lo regular el mando esperaba hasta cuando no diera más, y entonces daba la orden de remolcarlo, es decir repartir sus cosas entre los demás para que lo ayudaran en su flaqueza. Tenía que ser así para que ningún avispado quisiera aprovecharse de los otros.
El remolcado continuaba caminando dominado por la vergüenza. Algunos lo comprendían y le daban voces de aliento. Otros, los machistas, como se los solía calificar, aprovechaban para criticar con acidez su debilidad. Eran cosas que pronto se olvidaban, salvo cuando había alguno, hombre o mujer, a quien frecuentemente le ocurría lo mismo. Entonces la reacción era ojeriza.
El desayuno se recibía temprano y se empacaba a un lado del equipo. Alguna cancharina, la apetitosa tortilla endulzada de harina de trigo, quizás algún pedazo de carne frita y medio vaso de limonada o chocolate que se llevaba en la cantimplora. Si se salía a marcha a las cinco pasadas, un poco antes de las siete se cumplía la parada para desayunar y descansar un poco.
Después se reanudaba la caminata con breves paradas de diez minutos cada hora a fin de recuperar fuerzas. Nunca dejaban de aparecer obstáculos o imprevistos. La cañada de aguas crecidas o el río que había que vadear. Los largos tramos de caminos cubiertos de barro en los que las botas se hundían hasta las rodillas, las empinadas cuestas por las que tocaba ascender.
Era prohibido hablar en voz alta. Las comunicaciones se transmitían de combatiente a combatiente acercándose a su oído. Entre uno y otro podía haber cinco metros de distancia. También existía un código de señales con las manos. Si uno veía que los de adelante se llevaban la mano a la cabeza y se quitaban la gorra significaba que había civiles en el camino.
Entonces sobrevenía la orden de ocultarse a su vista. Como un rayo todos corrían a izquierda o derecha, se tendían en el suelo cubriéndose con la vegetación, o se refugiaban tras gruesos troncos para no ser vistos. Una vez pasaban los civiles y se perdían a la distancia, se salía de los escondites y la marcha se reanudaba en idéntico orden a como venía.
Cada cruce de caminos tenía que ser cubierto. Entonces, en orden, cada guerrillero se detenía allí con su arma lista, mientras el que venía atrás lo alcanzaba y repetía su gesto. En los descansos se ubicaban guardias a lado y lado de la hilera. La vanguardia, algo adelantada al grueso, y la retaguardia, algo retrasada del mismo, se encargaban de la seguridad en los extremos.
El almuerzo también se llevaba en los equipos. Un revuelto de arroz blanco con fríjoles, lentejas o arvejas, al que llamábamos empedrado. La sobremesa, una limonada o un fresco, eran preparados a prisa por los designados, que generalmente corrían con las ollas número 40 al caño más cercano en busca del agua. Era la parada más larga de una marcha, podía durar hasta una hora.
De noche las marchas nunca rendían tanto como en el día. Más cuando se prohibía alumbrar y había que caminar con los ojos puestos en los hombros del de adelante. Por eso en lo oscuro el intervalo de uno a otro desaparecía o se reducía a menos de un metro. Había que caminar como pedaleando y atento a si los hombros de quien nos precedía subían o bajaban.
Así se adivinaba si el terreno se hundía o emergía y se preparaba el paso antes de darlo. En caso de algún hueco en el que se pudiera caer, había que detenerse a su lado y advertírselo en voz baja a que venía atrás, e incluso darle la mano para que pasara indemne. Este debía repetir el mismo procedimiento con el que venía tras él.
Desde luego que no faltaban accidentes, como el que rodaba repentinamente por una falda abajo, lo cual solía ocurrir en los caminos que cortaban las laderas de los filos. De pronto alguien gritaba ¡se fue uno!, y los demás lo oían pelotearse contra el suelo o los troncos durante unos segundos. Él mismo se encargaba de indicar si estaba bien o había que bajar a ayudarlo.
Si la cosa no pasaba a mayores se convertía de inmediato en chiste. Los guerrilleros siempre estaban felices, aún en los momentos más difíciles, dispuestos a reír a carcajadas por el menor motivo. Esos accidentes solían ser uno. Siempre se inculcó que el buen humor era reflejo de alta moral. Un guerrillero irascible o amargado frisaba en la desmoralización para los otros.
Terminada la jornada había que construir la caleta en que se pasaría la noche, buscar macheta en mano guindaderos para la hamaca u hojas de palma para tender en el piso y varas para amarrar toldillo y carpa de casa. Correr al caño a tomar el baño y lavar la ropa, la misma que tras dejarse escurriendo en la noche, volvía a vestirse en la mañana para no ensuciar otra.
Esto último era soportable en climas cálidos, pero una tortura cuando había que hacerlo en cerros fríos. No hacerlo implicaba cargar mudas de ropa mojada en el equipo, algo que a ninguno agradaba, pues se iban sumando dos y hasta tres, es decir mayor peso cada día, sin solución a la vista. Si había un día de descanso, secar esa ropa era una tarea inaplazable.
Se marchaba por un cambio de zona de operación, o de campamento, o para cumplir alguna misión específica, para ir a un combate o regresar de él. Podían sumarse heridos o enfermos para cargar en hamaca, una hazaña para la que se escogía un grupo especial que trabajaba con auténtico heroísmo, pues no descansaban un solo instante durante horas.
Por muchos años fue prohibido apelar a vehículos o canoas para moverse de un sitio a otro. Todo desplazamiento tenía que hacerse a pie. No creo que exista alguien capaz de caminar tantos kilómetros sin descansar, como puede hacerlo un guerrillero con buena salud. Mujeres y hombres se habituaban por igual a las más duras jornadas sin quejarse por ello nunca.
La autorización de medios de transporte se fue produciendo poco a poco, según se desarrollaba la guerrilla y creaba mejores condiciones de seguridad. Camiones, camionetas, canoas a motor y voladoras comenzaron a usarse cuando las condiciones lo permitían. En muchos casos su empleo indebido causó tragedias con muertos, heridos y prisioneros a granel.
Ahora veo los guerrilleros en caravanas de automóviles y embarcaciones, escoltados incluso por garantes internacionales, con destino a las zonas veredales. Visten sus uniformes verdes, suben carga a los vehículos, portan sus armas y sonríen y bromean entre ellos. Su moral es alta sin duda, pese a que saben que ya nunca las cosas volverán a ser iguales.
Confieso que me invade la nostalgia. Han sido muchos años, quizás demasiados para otras personas que no seamos nosotros. Lo mejor de nuestras vidas se ha ido con cada paso en las marchas. Muchos de los compañeros con quienes anduvimos, ya no nos acompañan. Pero otros miles sí. Ahora emprenden su última marcha, y ¡cómo parte el alma saberlo!
La Habana, 31 de enero de 2017