Todas las mañanas Ángela María Recio iba a la capilla de Santa Beatriz en Usaquén a pedirle a Dios que le quitara a su hija de siete años la leucemia que amenazaba con devorarla. En sus manos llevaba una imagen de Juan Pablo II a quien consideraba el intermediario perfecto en el cielo para que se obrase el milagro. Un día, ante el asombro de los médicos, descubrieron que el mal había desaparecido del cuerpo de la niña.
Ocho años después del portento, Juan Pablo II se ha hecho presente, como una forma de homenaje a la familia Recio, en Santa Beatriz. Esta vez ha llegado en forma de gota de sangre. Una hora antes de que la reliquia sagrada se materialice en el altar, tres mil doscientas personas rodean la iglesia. Ligia Navarro Betancourt fue la primera en llegar. A sus sesenta y siete años no le preocupa esperar de pie durante siete horas por ver: “la gracia divina convertida en gota de sangre”. Con amabilidad y paciencia me va contando que la reliquia salió del cuerpo del Papa cuando el 13 de mayo de 1981 Mehmet Ali Agca disparó cuatro veces, en plena plaza de San Pedro, contra su cuerpo. Aunque las catorce personas que entrevisté coincidían en darme esta versión, la verdad, como siempre, es mucho menos emocionante. La ampolla de sangre le fue extraída al Papa en uno de los últimos exámenes médicos que le hicieron antes de morir.
A media hora de que las puertas de la iglesia se abran, el ánimo entre los fieles empieza a caldearse. Los organizadores empiezan a regar la noticia que sólo tendrán derecho a asistir a la misa las primeras 180 personas que hayan llegado. Una abuela, impecablemente vestida de negro, pregunta airadamente por qué razón no hicieron la eucaristía en la Catedral: “En donde sí cabemos todos”. Otra trata de calmarla recordándole que Santa Beatriz tiene el derecho propio ya que ahí Juan Pablo II habría obrado uno de sus milagros.
La mayoría de los que esperan son mujeres mayores de sesenta años. Una de ellas es Miriam López, arquitecta misionera que espera volverse una mejor persona al estar al lado de la reliquia: “Después de verla nunca será uno el mismo. Le aconsejo -me dice tomándome de su mano- que cuando esté frente a ella abra su corazón y entonces le llegará al alma”. Iba a decirme algo más pero desde atrás una mujer, preocupada por entrar, la empuja. Hay reclamos, gritos, angustia. En un hueco que ha quedado entre las vallas que ha puesto la policía, una pareja de ancianos se ha colado. La fila, como una culebra gigante, le da la vuelta a dos cuadras. Algunos se han resignado y han puesto las sillas que han traído desde sus casas frente a una pantalla gigante que se ha puesto frente a la iglesia. Una madre ha puesto sus manos frente a su hijo en una silla de ruedas, tiene los ojos arrasados en lágrimas: “No importa no poder entrar, para el Papa viajero no hay nada imposible, para él no existen puertas ni paredes, él está en todas partes”.
En la puerta trasera los periodistas se amontonan. El padre Julio Solórzano, párroco de Santa Beatriz y directivo del canal Cristovisión ha hecho su aparición. Tiene una lista en mano en donde uno a uno van entrando. Me mira a los ojos y me pregunta si soy Carlos, yo asiento y logro entrar. En el pasillo central de la iglesia una fila de soldados de la Guardia Presidencial espera con sus sables la entrada de la reliquia. Son las cuatro de la tarde y las puertas se abren. Afuera hay jalonazos, empujones, desesperación y angustia. Los enfermos recobran por un momento sus fuerzas y a empellones logran entrar a la capilla. Con su pinta de galán de cine Ettore Ballestrero, nuncio apostólico del Vaticano en Colombia, ingresa a la iglesia sonriente y diciéndole por enésima vez a los periodistas que el Papa Francisco no vendrá este año al país.
Detrás suyo y mientras se escucha una marcha, un policía en silla de ruedas entra lentamente a Santa Beatriz, con la reliquia en las manos. Cuatro padres diocesanos, inmaculadamente vestidos de blanco, me empujan para tomarle la mejor foto al libro dorado que contiene la última gota derramada por Karol Wojtyla en la tierra. Ligia Navarro se ha puesto a mi lado y con la voz quebrada por la emoción me explica que después de 35 años del atentado la sangre no se había coagulado porque no había duda, el hombre era un santo. Ella insistía con el cuento y yo quién soy para hacer infeliz a alguien con la verdad. Lentamente llegó la reliquia al altar y allí el cardenal Rubén Salazar Gómez empezó su misa. Afuera, cientos de abuelitas luchaban enconadamente por entrar mientras extrañadas me veían salir a mí de la iglesia.
La gota de sangre de Juan Pablo II saldrá mañana para Marinilla en donde estará en la Parroquia que lleva su mismo nombre. Allí permanecerá hasta el 4 de junio, fecha en que volverá a estar en Bogotá en la Catedral Santiago Apostol de Fontibón.