El 22 de febrero de 1977, quince antes de suicidarse con sesenta pastillas de seconal hace 40 años, Andrés Caicedo cumplió con una de sus citas soñadas: conocer personalmente a Héctor Lavoe. La salsa a principios de los setenta era una música para proscritos. Canciones como Calle luna o calle sol o Triste y vacía hablaban de atracadores feroces y prostitutas impenitentes. Él fue el primer escritor latinoamericano que vio la fuerza inspiradora que podía irradiar un solo de bongó de Ray Barreto o la voz eléctrica de Lavoe. Su obsesión quedó plasmada en su única novela, Que viva la música publicada por Colcultura justo ese 4 de marzo de 1977, el día en que decidió matarse.
Andrés vivía los últimos estertores de una relación conflictiva por culpa de sus celos con Patricia Restrepo. Con ella viajó a Buenaventura y conoció a su ídolo. Los recuerdos, como estas fotos, son borrosos. Después de la presentación del salsero Caicedo se coló al camerino, habló un rato con él y se tomó estas fotos que hasta el momento permanecían inéditas y que salieron publicadas en el Facebook de su amigo el cineasta Luis Ospina. Una semana después volverían a coincidir en el club Las Vallas en el norte de Cali, quien en su momento era el mejor rumbeadero de la ciudad.
La alegría fue efímera. Durante los dos últimos años Andrés había intentado suicidarse dos veces. Lo deprimía salir a buscar los 50 mil pesos que le costaba la edición de la revista Ojo al cine, que hacía al lado de Ospina y Carlos Mayolo. Lo atormentaba no poder resistir más de diez minutos una de las películas que el proyectaba en su cine-club del San Fernando. Le desesperaba que el Pueblo, el diario caleño en el que escribía, no lo hubiera mandado para el Festival de Cine de Cartagena. Lo arrollaba la idea de tener que vivir más de 25 años, una edad en donde todo iría cuesta abajo. Su único consuelo era Lavoe y Los Rolling Stones, ídolos que al final no pesaron a la hora de decidir tomarse las sesenta seconales y morirse no sin antes dejar obra.
