La tumbada de Belalcázar

La tumbada de Belalcázar

"A pesar de las intenciones del alcalde y de Mincultura para restaurar la estatua, no creo que sea necesario hacerlo"

Por: jorge e. arboleda
septiembre 24, 2020
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La tumbada de Belalcázar

¡Aterrador! Y yo aquí tragando saliva y viviendo las muchas memorias de El Morro y el recuerdo de mi primer piscinazo infantil en la piscina municipal, el nado estilo caucanito y los clavados de los campeones. Y eso pa’ no hablar de los muchos sustos en las madrugadas en que de estudiante unicacucano me pegaban una que otra sombra que rauda salía por la loma del Morro después de algún aquelarre. De don Sebas habrá que ver quién remata el caballo para que lo luzca en la portada de alguna narco-finca.

Lo peor es que quienes lo tumbaron con su rocín y todo son los mismos guambianos que cada miércoles y viernes bajan a vender sus productos a la ciudad que él, muy ignorante, tramposillo y avezado, les fundó. Me pregunto si algo tuvo que ver el que cerraran las plazas de mercado por el COVID-19. Pues es terrible que quienes no vivan en la ciudad destruyan los símbolos de la misma, mientras sus gentes les compran sus mercancías.

Es como si alguien golpeara a la puerta de la casa de uno para pedir que le presten el baño, que uno lo deje entrar y que esta persona antes de irse se le dé por destruir el televisor. Interesante que quienes la tumbaron quizás no sean los descendientes de los pubenenses como aseguran, sino de los ecuatorianos que Francisco de Mosquera trajo a ocupar las tierras de Guambia, y que por ello de él fueron sus encomendados; de quien, además, heredaron sus vestimentas de bufanda, italianísimo sombrero borsalino y anaco que el tal Mosquera, quizás inspirado en algún kilt irlandés (o escocés o gallego, porque en sus tiempos algunos gallegos usaban la prenda irlandesa), decidió entregarles a cambio de sus productos para que así uniformados a la usanza de campesinos de la verde Irlanda o de la lluviosa Escocia transformaran a Guambia de una tierra yerma a una como las descritas por quienes se habían aventurado al otro lado de La Mancha, donde los hijos de leprechaunes (duendes), también similares a los duendes quiteños y de espantos muy parecidos a los que se decía, aparecían en las curvas y camposantos de los caminos al norte del imperio del inca.

Es también de sorprenderse que estos muy uniformados guambianos, quienes jamás fueron violentos y por el contrario resultaron de lo más civilizado que el inca envió al norte a acompañar a Belalcázar, y quienes además se ganaron la comisión por ser siempre los mejores en organizar mingas (de hecho son los importadores del a palabra “minga”) para el trabajo comunal de caminos, puentes y demás (tal vez razón por la cual los puentes guambianos, pancitaraes, sotareños y piedreleoneños tienen la misma figura de los puentes de los Quitos, muy diferente a los de guadua de Páez, por ejemplo), terminaran atendiendo el llamado de los violentos a quienes enfrentaron duramente hasta no hace más de 20 años. Es terrible entonces que una nación haya pasado de guambianos otrora pacíficos a una de misaks violentos.

Sobre el incidente, algo interesante que alguna gente comenta: que al pollo le hicieron conejo, pues en el video de su reacción como alcalde asegura que le pidieron permiso para hacer la marcha y que él mismo dispuso a la policía para que protegiera a los marchantes, pero que cuando llegaron al Morro pasó lo que pasó. Así, ahora los popayanejos andamos dolidos por creerle a los marchantes y por tener un alcalde con cerebro de pollo. A mí me gusta la posición del alcalde en su discurso, pero no en una realidad que muestra su negligencia, pues ya había habido intentos previos para derribar la estatua, con personas capturadas por ello. Esto demuestra algo más sorprendente: que al alcalde, sabiendo de las intenciones del hecho ocurrido en junio, no le bastaron las advertencias de la prensa y de varios ciudadanos y optó así por dejar desprotegido el sitio.

En pocas palabras, el alcalde en vez de carepollo se hizo el caregallina, pues él y el comandante de la policía sabían de lo que pasaría y prefirieron sentarse a rascárselas antes que actuar contra un desenlace inminente. Todo mientras los indios muy campantes les hacían el conejo. Tan frescos ellos que cuando se les preguntó por la protección, el pollo puso a hablar a la gallina y este, todo uniformado de verde y cruzado con barras de coronel, muy campante dijo que les había fallado la inteligencia.

¡Hágame el favor! ¡Que les falló la inteligencia, a pesar de las muchas publicaciones de la prensa que decían lo que se vendría! Así sin más, ni más, sin la mayor vergüenza; la propia de las aves sin alas quede pronto se le aparecen a uno en un corral, se juntaron pollo y gallina frente a los escombros de rocín y jinete para luego irse a hacer los que mejor saben hacer: vivir de la teta de una vaca moribunda llamada Estado y que se sacia con mamar de la sangre y las vituallas de campesinos empobrecidos.

Cabe preguntarse si será que a lo mejor sale de algún nido un leguleyo de esos que no nos faltan y demanda a los dos por negligencia en la protección del patrimonio de la ciudad; no a que paguen la irrisoria multa por delitos contra el patrimonio sino a que renuncien por dejar a la ciudadanía sumida en el miedo y terror que un acto como el de la invasión violenta de la ciudad causa. A decir verdad, creo que es iluso pensar en que pollo y gallina tengan sentimientos de honor y vergüenza (con el perdón de los ovíparos por semejante comparación).

A pesar de las intenciones del alcalde y de Mincultura para restaurar la estatua, no creo que sea necesario hacerlo. Solo que la vuelvan a su lugar o que se haga una consulta para que sea la gente que vive en Popayán la que decida si se queda en El Morro o si la bajan al sitio para el cual la diseñó Victorio Macho (un hombre de orígenes muy humildes, por demás) en la Plazuela de San Francisco o al sitio que la gente elija. Digo que no es necesario restaurarla pues los daños a la misma, más tarde, servirán de testigo histórico como aquellos monumentos mutilados que en Roma recuerdan las invasiones bárbaras.

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