Era la víspera de año nuevo. El camino había empezado cinco días atrás en Bogotá, al día siguiente de la navidad de 2016, y mientras todo un país creía haber encontrado en las noticias las explicaciones necesarias para entender la tragedia, Tom se fijó detenidamente en las nubes blancas que coronaban las montañas del corregimiento Los Milagros, Cauca, donde está ubicada la modesta casa de la familia Samboní. Si bien estaba prácticamente recién llegado a Colombia, el paisaje rural no le era desconocido. A sus 28 años, su temprano interés humanista ya lo había venido trayendo hacia el sur del continente, desde su natal Cleveland.
Actualmente se desempeña en un variado abanico de oficios, entre ellos el fotoperiodismo. Esta vez iba acompañado de su cámara Fuji X100s, invitado por su amigo Edison Bolaños, un reconocido periodista que creció cerca de ahí, y quien preparaba una historia sobre la familia de la niña cuyo nombre se hizo tristemente famoso entre la marea de titulares tras ser torturada y asesinada aquel diciembre, tan solo unas semanas atrás.
Proveniente de una familia de inmigrantes y viajeros cuyas raíces se extienden hasta Polonia e Irlanda, Tom Laffay había llegado a Colombia un par de meses atrás, tras su paso por Nicaragua, donde trabajó documentando los efectos de la Insuficiencia Renal Crónica de Causas Desconocidas -mal que afecta a trabajadores del sector agroindustrial en diferentes partes del mundo-.
El interés por América Latina de este joven de mirada calculadora, actitud descomplicada y amable, de corto pelo rubio e inconfundible aspecto gringo en medio de cualquier calle colombiana, comenzó en Cuba, donde cursó Ciencia Política y Estudios Latinoamericanos. Pero el primer salto de la teoría a la práctica lo hizo cuando descubrió de primera mano las problemáticas que padecían los inmigrantes, en su mayoría mexicanos, en los campos de brócoli de Carolina del Norte, donde trabajó con ellos hombro a hombro, fungiendo de paso como traductor entre la comunidad y sus empleadores.
El día en que la majestuosa geografía caucana le recibió por primera vez, apareció ante él la perversa imagen que ha dejado durante siglos el abandono del Estado colombiano en su universo rural, incrustada en ese fértil paraíso de historias sin contar. De su visita y las sensaciones a las que se acercaría unos minutos más tarde, nadie mejor que él mismo para relatarlas. Sus palabras, si bien no significan un punto de vista único, sí aportan una necesaria mirada desde lo humano a un tema que va mucho más allá de lo judicial. Y eso es algo indispensable a la hora de la reflexión que debe hacerse desde la sociedad, más allá del tributo y las culpas, y en la que no se soslaye todo aquello que suele escaparse al análisis hecho desde la inmediatez y la indignación.
Sobre el homicida, que ahora cumple una condena de casi 60 años en la cárcel La Picota de Bogotá, Tom prefiere no hablar. Para él, se merece el olvido de la sociedad. Su aproximación a esta historia va más allá del ruido informativo y logra una versión única y privilegiada a un drama que al momento de él retratarlo, apenas comenzaba. A un año del crimen, los noticieros ya denuncian el incumplimiento de las promesas de reparación hechas por el Gobierno a la familia Samboní, y el Cauca rural sigue padeciendo las mismas problemáticas causadas por la crueldad silenciosa del abandono estatal.