La Troja, el emblemático lugar barranquillero donde se vive la magia de la salsa

La Troja, el emblemático lugar barranquillero donde se vive la magia de la salsa

El bar ha subsistido al tiempo sin perder su esencia. Cada fin de semana, sea o no época de carnaval, los melómanos se dan cita ahí para disfrutar la música que tanto les gusta

Por: Luis Sánchez Puche
enero 17, 2019
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La Troja, el emblemático lugar barranquillero donde se vive la magia de la salsa

Troja: dícese de un espacio limitado por tabiques para guardar frutos y especialmente cereales (DRAE 2018). En otras palabras, la troja son cuatro palos con un techo cubierto de palmas, láminas de zinc, cartones, plástico, hojas u otro material, según el lugar donde se encuentre, haga o improvise. Se le conoce también como enramada para protegerse del sol y la lluvia indistintamente. En el campo se utiliza para almacenar maíz, puños de arroz y otros granos; en la costa, para cubrir mesas de frito, venta de comida elaborada, pero sobre todo para dar sentido de identidad y propiedad al negocio.

Aunque parezca mentira, la única troja salsera de Colombia —quizás del mundo— es la Troja de Barranquilla porque además de cultivar y almacenar ese fruto cultural de la humanidad, expresa su cosecha en granos de bailadores, pases, movimientos fantasmagóricos de cinturas y caderas, pies y rodillas, piernas y brazos, cabeza y ojos, nalgas y pechos, saltos y malabares llenos de colorido, pintados en los pisos de su “enramada” en clave de conga, timbales y bongoseros por los millares de bailarines de los cinco continentes que en sus diez lustros la siguen perpetuando con sus recurrentes visitas.

No se debe olvidar que el encuentro con la salsa trojera es el encuentro con el son cubano, el jazz, el son montuno, el jazz afrocubano, el joesón, la checumbia, el chachachá, la guaracha, la descarga, el guaguancó, el mambo, la pachanga, la charanga, la guajira, el bolero, el danzón, el merecumbé, la plena, la música jíbara y, por supuesto, la champeta africana y criolla... géneros musicales que juntos o separados producen salsa, la misma que se escucha desde el 26 de febrero de 1966 en la troja barranquillera [1] hace ya 53 largos años.

Desde febrero del 1973, cuando visité la Troja por primera vez, hasta enero del 2019, fecha de mi última visita, han transcurrido 46 intensos años durante los cuales la he frecuentado varias veces saboreando sus olores, aromas y sabores con intensidad etílica, por lo que este artículo expresado en trova trojera es un sentido homenaje a mi viejos amigos Luis Montaño y Elvira Hoyos —hermosa pareja que espero aun sigan vivos— por llevarme la primera vez a ese encuentro con la historia viva de la salsa en Olaya Herrera con la 72, su primera sede.

También es un homenaje para Doña Zunilda Velásquez (Q.E.P.D.) y sus hijos — especialmente a Edwin Madera y su hija, actuales propietarios—, oriundos del caño del Bugre —afluente del río Sinú—, municipio de Cereté en el departamento de Córdoba, quienes llegaron a Barranquilla sin saber siquiera que su arcano les guardaba tamaña sorpresa. Así mismo, para cada uno de los amantes de la salsa que de una u otra forma la han frecuentado durante medio siglo ininterrumpidamente, construyendo con su bailao, saliva y vacile el arenoso templo que hoy nos representa ante el mundo de la salsa como patrimonio intangible.

En las décadas de los setenta, ochenta y parte de los noventa, si se prefiere en la era de los pick up, la salsa florecía en los cuatro puntos cardinales de la Puerta de Oro, especialmente en carnaval, cuando estas máquinas acompañaban la batalla de flores y amenizaban verbenas, trenzándose los cuatro días de carnaval en una verdadera batalla salsera en pleno Paseo Bolívar para disfrute de propios y extraños.

Época en que los alrededores de la famosa frutera “El Bigote”, sobre la Cordialidad con 21, se concentraba una de las tantas zona salseras de la ciudad. La Esquina de la 14, la Isla Antillana, el Apolo 11, un pequeño sitio de mucho boleros y son —no recuerdo su nombre—, sobre la Murillo por los lados del extinto teatro Bolívar, el Tibiri-Tabara por el Anacobero —que en ñáñiga, lengua africana, significa diablillo, como también llamaban al “Jefe” Daniel Santos, el hombre de La Despedida—.

Fue también la época dorada de muchos sitios como el Taboga con sus espejos y vidrios de colores, la Cien que volvió famosa el cura Hoyos con su homilías dominicales y el Ypacaraí en el bulevar Simón Bolívar, entre otros tantos sitios que al parecer son parte de la vieja historia de la salsa barranquillera que se resiste a desaparecer a pesar de los cambios.

Así como la Salamandra resiste al fuego, la Troja ha subsistido a los avatares del tiempo y a su propio incendio en el año 2002 [2], cuando sufrió una conflagración en la cual se quemaron más de 2000 acetatos, pérdida irreparable, pero que suplida por la hermandad salsera de sus propios clientes, los cuales no dudaron en donar sus acetatos para reparar la pérdida.

Su colección exhibe orgullosamente al público sus más de 10 mil acetatos y tres mil CD [3], afincados en la “enramada” en cajones de 50 acetatos, los mismos que su tradicionales disc jockeys conocen de memoria sabiendo en qué cajón vive Ricardo Rey, Cecilia, Cruz, Papaíto, Pacheco, el Gran Combo, Joe Arroyo, Miriam Makeba y cada uno de los inmortales que con su voz, solos de piano, trompeta, tres, cuatro, guitarra, timbales, tumbadora o trombón de vara, ponen a gozar los melómanos, hombres y mujeres —2000 personas—, que se dan cita cada fin de semana en la Troja sea o no época de carnaval.

La misma que hoy se contonea victoriosa en los confines del tiempo con viso de inmortalidad, puesto que además de ser patrimonio cultural de la ciudad y el carnaval, es también patrimonio humanista de la universidad de la vida, donde las personas que la frecuentan practican la filosofía del saber, la doxa del sentido común, cual Partenón griego en modo salsero, degustando, conversando, cantando y bailando sin distingos de credo o raza, al ritmo de cada melodía, humedeciendo la palabra con el verbo citadino de la concordia mundana como si fueran una sola familia, una sola ciudad o un solo país.

Si bien en cada esquina de Barranquilla se puede encontrar un barranquillero que baile “arrebatao” con sus pases litográficos tallados en letra de molde, sobre flautas y tambores como en la famosa canción de Fruko y sus Tesos, la encumbrada deidad de la Troja moderna se encuentra ubicada en la Calle 74 con Carrera 44, donde al parecer permanecerá por siempre este monumento a la salsa construido con el sudor y la arenosa brisa de la bendecida Barranquilla. Incluso con todo el derecho a la equivocación y una buena controversia, uno podría afirmar con criterio de juicio que no existe en todo el país un sitio de salsa más adecuado al colombiano socio cultural y antropológicamente hablando que La Troja, siendo su impronta y principal virtud, la ética y quizás la estética como el arte de mojar la palabra en un sitio de salsa.

Y es que socio antropológicamente, la Troja es “arenosa” como brisa fresca, impetuosa como los arroyos de la ciudad, rumbera como las verbenas del carnaval, impoluta como los salones burreros, hermosa como la reina del carnaval, gozosa como la madre rumba, expresión alegre de los que no tienen alegría, pase y contrapases de los que no bailan salsa, canto y fábula de los que no cantan, la fuerza viva de un Macondo incierto enhebrado por la imaginación depredadora de la fantasía burbujeante de sus entrañas etílicas, de néctar sublime libado por El Fantasma de Israel Cachao.

Uno se queda observando impávido La Mujer Divina del señor Joe Cuba, viendo hablar a los presos en la voz poseída de Saoko. Además, siempre hay alguien dispuesto a Tirar la Primera Piedra para romper con su canto la inocencia de El Faisán de Pacheco, con el que no te debes meter porque a la larga todo es parte del Juego de la vida, donde se gana y se pierde, bailando Pa'lante y Pa'trás como el cangrejo por que la Descarga está caliente.

Uno puede visitar Zaperoco y Tintindeo en Cali, ir al Ayer en el viejo Quibdó, al Tibiri, el Eslabón Prendido y Convergencia en Medellín, al Manisero Mayor en la calle 41 de Montería, el Goce Pagano en pleno corazón de Bogotá, donde los profesores chocoanos en plena zona rosa de Florencia—Caquetá, a la Gruta de Afrodita en San Gil, Salsa & Bembe o Aguanile en Bucaramanga, Donde Fidel, en las Murallas de Cartagena, pasar el Camellón de los Mártires y llega a Quiebracanto, ir a la Esquina Sandiegana a saludar al cojo, dejando atrás la calle Lomba con su Getsemanisense grito de independencia en la Plaza del Pozo, visitar El Platanal de Bartolo en el barrio el Bosque, saludar un ex alcalde en Son Vueltabajera y rematar esta ruta salsera en el Quiosco el Coreano, antiguo fortín de salsa al aire libre del barrio Blas de Lezo igualmente en Cartagena.

La magia de la salsa está en las buenas costumbres de sus fans, los sitios mencionados pueden reunir más de dos siglos, por lo que gran parte de nuestra historia está construida sobre sus cuatro paredes. Todo viejo salsero es la verdadera expresión del hombre Caribe, esa que se transmite de generación sin costo alguno.

Sin embargo, lo que sin lugar a dudas marca la diferencia en la Troja, más allá la salsa, es su ambiente social basado en el respeto por la diferencia, la diversidad cultural y la bacanería del barranquillero, que aprendió de su carnaval la grandeza del buen trato, el mismo que reproduce en la Troja cada vez que esta corre su techo para permitir entrar el río humano que la visita tratando de untarse y percibir su magia.

[1] Tomado de entrevista a Edwin Madera.

[2] Ídem, fuente citada.

[3] Ídem, fuente citada.

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